De Limbo de Fernández Mallo, p.42.43
Dos días más tarde llegarnos a
Denver, única ciudad verdaderamente importante una vez pasada Kansas City.
Estuvimos dando vueltas un par de horas, buscábamos un hotel económico pero
confortable; resultó ser el Best Westem del downtown. A media tarde salirnos a
ver la ciudad. Solares abandonados, torres de cristal y casas con aire antiguo,
de no más de tres plantas. Por
casualidad pasamos por delante de la Dikeou Collection, de la que numerosas veces
había oído hablar; jamás la hubiera imaginado en Denver. Pulsé el timbre. A
través del telefonillo una voz nos dijo que era martes y que los martes
cerraban. Insistí, argumenté que veníamos de México y que mañana ya no estaríamos
allí; nos abrió. Se trataba de una chica muy joven, de calculada amabilidad,
que nos hizo pasar por la entrada de las oficinas. En una mesa de dibujo
reposaba una fiambrera con lo que me pareció una ensalada de pasta. Un pequeño
televisor, sobre una mesa de centro, emitía un reportaje de la guerra de Irak,
de la BBC, una caravana de cuerpos desnutridos se perdía en un túnel que parecía
no tener fin. Pasamos a la zona pública. Nos dejó solos. Estuvimos recorriendo
las salas que albergan la colección permanente. Lo noté muy animado cuando
pasamos ante el avión gigante de Misaki Kawai, que ocupaba de pared a pared una
sala, construido el fuselaje enteramente con tela, papel y lana tricotada, así
como también los pasajeros, sus vestimentas y objetos personales. Él se concentró
en los detalles: la fecha de los periódicos que leían algunos viajeros, o la
comida que una azafata llevaba a los pilotos, huevos fritos con verduras. Metió
la mano a través de una ventanilla -cabía justamente el puño-, abrió una de las
trampillas del techo, y una mascarilla de oxígeno hecha de lana y algodón cayó
ante la cara de un pasajero. Sonreímos hasta que su movimiento pendular se detuvo.
Tras más de media hora, supusimos que la chica querría irse. Nos despedimos y
no tardamos en salir. Caminamos tres cuadras hacia el sur, entramos en un
centro comercial, allí se me ocurrió que podíamos jugar a algo a lo que ya en
México habíamos jugado muchas veces: durante media hora, y por separado, cada
uno debe comprarle un regalo al otro. Él subió al primer piso. Yo me quedé en
la planta baja. Treinta minutos más tarde él me tendió una camiseta blanca, con
un gran corazón rojo estampado en su
centro, y yo le tendí una idéntica, pero de chico. Nunca nos había ocurrido.
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