Cuando estoy en el campo y no tengo ningún
estímulo, se me atrofia el pensamiento, porque se me atrofia la cabeza entera, pero
en la gran ciudad no tengo esa experiencia catastrófica. Las personas que se
van de la gran ciudad y quieren mantener en el campo su nivel intelectual, como
decía Paul, deben estar dotadas de un enorme potencial y, por consiguiente, de
una increíble reserva de sustancia cerebral, pero también ellas se estancan más
pronto o más tarde y se atrofian, y la mayoría de las veces, cuando se dan
cuenta de ese proceso de atrofia, es ya demasiado tarde para sus fines, se extinguen
irremisiblemente y, hagan lo que hagan,
de nada les sirve. Por eso también, durante todos esos años que duró mi amistad
con Paul, me acostumbré al ritmo, que necesito para vivir, de alternar entre la
ciudad y el campo, y tengo la intención de mantener ese ritmo hasta el final de
mi vida, quince días al menos en Viena, quince días al menos en el campo.
Porque tan deprisa como se empapa la cabeza en Viena, se vacía en el campo y en
realidad se vacía en el campo más deprisa de lo que se empapa en Viena, porque
el campo es siempre, en cualquier caso, más cruel con la cabeza y sus intereses
de lo que puede serlo nunca la ciudad, lo que quiere decir, la gran ciudad. A un
hombre de espíritu el campo se lo quita todo y no le da (casi) nada, mientras
que la gran ciudad da ininterrumpidamente, sólo hay que verlo y, como es
natural, sentirlo, pero son los menos los que lo ven, y tampoco lo sienten, y por eso se ven atraídos de una
forma repulsivamente sentimental por el campo, donde, en cualquier caso, se ven
intelectualmente chupados, agotados incluso en el plazo más breve y, en fin y final
de cuentas, conducidos a la ruina. En el campo no puede desarrollarse nunca el
espíritu, sólo en la gran ciudad, pero hoy todos corren de la ciudad al campo
porque, en el fondo, son demasiado cómodos para utilizar la cabeza, naturalmente
puesta a prueba de una forma radical en la gran ciudad, ésa es la verdad, y prefieren
extinguirse en una Naturaleza a la que, sin
conocerla, admiran sentimentalmente en su estúpida ceguera, a aprovechar las
enormes ventajas de la gran ciudad y, sobre todo, de la gran ciudad de hoy, que
con el tiempo y su historia aumentan y se multiplican de la forma más
maravillosa, de lo que, probablemente, no son en absoluto capaces. Yo conozco
ese campo letal y huyo de él, siempre que puedo, al precio de tener que vivir
en una gran ciudad, llámese en fin de cuentas como quiera, sea tan fea como quiera,
siempre será para mi cien veces mejor que el campo.
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