De Confesiones del estafador Félix Krull, de Thomas Mann, p.232
En nuestros paseos admiraba yo en
mayor medida que él los amplios y magníficos escenarios de París, ciertas
gloriosas perspectiva de increíble distinción y brillo, y no podía sino
recordar a mi pobre padre y la manera casi desfalleciente con que solía decir: Magnifique,
magnifique! Pero como sin embargo no daba expresión ruidosa a mi admiración, mi
compañero no distinguía diferencia alguna en la sensibilidad de nuestras almas.
Lo que tuvo que ir advirtiendo en cambio poco a poco fue que, por modo para él
enigmático, nuestra amistad no progresaba y que entre nosotros no había
verdadera intimidad y confianza, lo cual se debía sencillamente a mi carácter taciturno
y a mi natural inclinación a la reserva, a esa condición mía de amar la soledad, el estar aislado de los demás,
cualidad que la mencioné más arriba y que considero uno de los elementos fundamentales
de mi vida, un elemento que, aun cuando lo hubiera deseado, no habría podido alterar.
Siempre ocurre así con hombres
que sienten, no tanto con orgullo como con asentimiento, que el destino les depara
algo especial, y ese sentimiento crea alrededor de ellos una atmósfera o
irradiación de frialdad en la cual, cosa que ellos mismos casi lamentan, sinceros
ofrecimientos de amistad y camaradería, sin que se sepa como, fracasan. Así nos
ocurría a Stanko y a mí. De su parte no faltaba confianza y sin embargo no
podía dejar de ver que yo más se la toleraba que le respondía con la mía.
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