De Noventa y tres de Victor Hugo, p.207-208 ( Gredos)
Nos acercamos a la gran cumbre.
Esto es la Convención.
La mirada se queda fija en
presencia de esta cima.
Nunca se vio nada tan alto en el
horizonte de la Humanidad.
Existe el Himalaya, como existe
la Convención.
La Convención señala quizás el
punto culminante de la historia. Cuando la Convención estaba viva, pues las
asambleas tienen vida, nadie se daba cuenta de lo que era. Lo que se les escapaba a sus contemporáneos era precisamente
su grandeza; la gente estaba demasiado asustada para deslumbrarse. Todo lo que
es grande inspira horror sagrado. Admirar a los mediocres y las colinas es cosa fácil; pero lo
que se eleva demasiado, un genio o una montaña, una asamblea o una obra
maestra, si se contemplan demasiado de cerca, espantan. Toda cima abruma. Subir
fatiga. Uno pierde el aliento en las pendientes acusadas, uno resbala en las bajadas,
se hiere en las escarpaduras que son obras de arte; los torrentes, con su
espuma, denuncian los precipicios, las nubes cubren las cimas.
La subida es tan terrorífica como
la bajada. De ahí que se experimente más pavor que admiración. Se tiene la extraña impresión de sentir
aversión por lo grande. Se ven los abismos, no se ven las sublimidades; se ve
al monstruo y no se ve el prodigio. Así se juzgó a la Convención en el
principio. La Convención fue tallada por los miopes: ella, que estaba hecha
para que la contemplasen las águilas.
Hoy, se tiene más perspectiva, y
en el vasto cielo, en la lejanía serena y trágica, se dibuja el inmenso perfil
de la Revolución francesa.
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