De Derrumbe, de Ricardo Menéndez Salmón, p. 31-32
Hasta donde recuerdo, siempre quise ser escritor. Como las caries, mi vocación fue temprana. De niño llenaba ya cuadernos con historias que me ayudaban a soportar mi soledad, aquella vida sin hermanos y, en la mayoría de las ocasiones, sin padres que llevé hasta la adolescencia, cuando mi horizonte se ensanchó con otros juegos y con otros jueces.
Nunca he comprendido a quienes afirman que la infancia es el paraíso del hombre. Mi infancia fue triste. La abundancia material que me rodeó, incluso el afecto de las personas que cuidaban de mí, jamás consiguió librarme del aburrimiento, pues desde muy pronto comprendí cuál es la verdadera maldición de la vida. La verdadera maldición de la vida no es el trabajo, ni el sinsentido de la existencia, ni siquiera el dolor o la enfermedad: la verdadera maldición de la vida es el tedio. Sólo quien vence al tedio ha vivido, sólo quien es capaz de hacer algo distinto a matar el tiempo merece decir «he vivido».
Únicamente en los libros, bien como lector, bien como escritor, bien como corrector, he logrado vencer esa sensación de hastío infinito ante los sucesos de la vida. Los viajes me cansan como la Naturaleza cansaba a Hegel, que la veía repetirse a cada paso; la política me cansa como cansa asistir una y otra vez a la misma comedia representada por perros de distinto pelaje, pero que, sin embargo, ladran en idéntica clave; incluso las drogas o los placeres del cuerpo me arrastran, invariablemente, hacia una suerte de antieuforia, de monstruosa apatía.
A menudo Zoe, cuando me encuentra tirado en la cama con mi Onetti, mi Cheever o mi Kawabata en la mano, me llama cínico, eunuco y otras lindezas por el estilo. En esos momentos de rara armonía yo suelo sonreír como un buda ilustrado, agito el libro igual que un abanico y le propongo que nos demos un buen revolcón, pues sé que al regresar de su carne tibia, más allá del músculo y la vena, más allá de nuestro goce y nuestro sincero amor, siempre estarán ellos esperándome.
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