De Compañeros de viaje, p.27-28
Aquellos que hayan paseado por las inmensidades marmóreas de la cumbre de la catedral de Milán apenas esperarán que se las describa. Sólo se las puede apreciar de forma adecuada cuando se las contempla como un todo completo y concéntrico. Yo no las apreciaba como un todo; una semana en Italia me había probado que no disponía del coup d’oeil arquitectónico. Cuando recuerdo el momento en el que emergimos tras el sofocante ascenso en espiral, me sobreviene principalmente una confusa sensación de inmensa elevación hacia el cielo, así como la impresión de que fantásticas y cegadoras figuras de mármol brotaban de un modo prodigioso e intenso. Allá arriba, enaltecido por la acción del sol, se encuentra un vasto mundo marmóreo. La sólida blancura se extiende en enormes losas a lo largo de las pendientes iridescentes de la nave y del transepto, como los solitarios campos nevados de los Alpes más elevados. Esa blancura salta, asciende, hiere y ataca el azul desprotegido del cielo con una incisión intensa y jubilosa y se enfrenta con un brillo más que igual a la implacable luz del sol. El día decae, declina, expira, pero el mármol brilla para siempre, sin fundirse ni alterarse. El lector sabrá sin duda lo que quiero decir si alguna vez en la Piazza ha dirigido su mirada hacia arriba a medianoche. La fuerza plástica que se observa, con una frecuencia asombrosa, en el punto más elevado de algunos pináculos, explota dando lugar a una flor o una figura perfecta con una sensación de satisfecho descanso. Una miríada de estatuas esculpidas permanecen suspendidas y guardadas en hornacinas más allá del alcance de la vista humana, conocidas sólo por el aire que las atraviesa. La pérdida de estas obras de arte a los ojos de los mortales es, supongo, beneficio de la Iglesia y del Señor. De entre todos los santuarios llenos de joyas y de entre los tabernáculos ricamente trabajados que hay en Italia, nunca he visto tal magnífico desperdicio de trabajo ni tal gloriosa síntesis de ingeniosos secretos. Mientras uno pasea. sudando y parpadeando, por los distintos niveles del edificio, los ojos vislumbran en cientos de puntos el pequeño perfil de un santo diminuto cuya vista está fija en las alturas vertiginosas, un par de manos unidas orando al inmediato y brillante cielo, o la sandalia de un clérigo cuyo pie está plantado al filo del blanco abismo.
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