De El mundo de JJ Millás, p.74-75
Entonces me llevó a cogió algo de uno de los cajones del mostrador de la tienda y salimos a la calle, donde me enseñó el objeto. Se trataba del chasis de un carrete de hilo tapado por uno de sus extremos. Me dijo que mirara por el agujero libre y recibí una de las impresiones más fuertes de mi vida. En efecto, desde el fondo del tubo, un ojo me observaba. Tardé sólo unos instantes en comprender que se trataba de mi propio ojo, pues lo que había en el extremo del carrete era un espejo sujeto con un esparadrapo. Pero incluso después de haberlo comprendido continuó produciéndome impresión, si no miedo, mirar por el tubo (años más tarde recordaría este episodio al leer, creo que en un libro de Bataille, que el ojo por el que Dios nos ve es el mismo que por el que nosotros le miramos). El Vitaminas observaba mis reacciones con una sonrisa orgullosa, su rostro trasfigurado por un halo de santidad. Comprendí que, aun estando el uno al lado del otro, nos encontrábamos en dimensiones diferentes. A él, quizá porque no había regresado al sótano por el mismo sitio por el que había salido, no le había abandonado aquella visión alucinada de la calle a la que yo había renunciado por agotamiento.
Me regaló el tubo, para que viera el ojo de Dios cuantas veces me diera la gana en el futuro, pues él tenía varios de esos ojos. Había adquirido una gran destreza en su confección. Para darle al espejo la forma redondeada, lo raspaba pacientemente contra la pared. La construcción de un ojo, que en el fondo siempre era el mismo, le llevaba, me dijo, tres o cuatro días. Con el tiempo, yo mismo me convertí en un artesano de estas piezas. Cada vez que en casa se rompía un espejo, me hacía con los pedazos resultantes, que conservaba como un tesoro.
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