De El regreso de Joseph Conrad, p. 11-12
Una vez casados, ambos se dedicaron con bastante éxito a ampliar su círculo de amistades. Treinta personas los conocían de vista; otras veinte toleraban, con conspicuas sonrisas, su presencia ocasional bajo sus hospitalarios techos; y unas cincuenta más, como mínimo, llegaron a saber de su existencia. En este círculo ampliado trataban con hombres y mujeres encantadores, que temían más la emoción, el entusiasmo o el fracaso que a un incendio, una guerra o una enfermedad mortal; personas que únicamente toleraban la expresión más vulgar de las ideas más vulgares y que sólo aceptaban los hechos que les fueran ventajosos. Era un mundo de gente encantadora, auténtico dechado de virtudes, un mundo donde nada se realiza y donde toda alegría y tragedia se ven rebajadas, prudentemente, a mera satisfacción y molestia. En esta serena región, en que se cultivan bastante los nobles sentimientos para disimular el despiadado materialismo de las ideas y de las aspiraciones, fue donde Alvan Hervey y su esposa vivieron cinco años de comedida felicidad, jamás perturbada por duda alguna sobre el justo valor moral de su existencia. Ella, para dar rienda suelta a su personalidad, se dedicó a todo tipo de obras benéficas e ingresó en diversas sociedades protectoras y reformistas, que patrocinaban o presidían damas de la nobleza. Él se interesó de modo activo por la política; y habiendo trabado conocimiento, casualmente, con cierto hombre de letras —y que tenía parentesco con un conde— se dedicó a brindar apoyo económico a un agonizante diario de carácter mundano.
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