Madres, padres y demás, Siri Hustvedt, p. 274
Mientras me dirijo hacia el
Bellini del centro de la pared que tengo a la izquierda, me fijo en que varias
personas elevan la vista hacia el cuadro, que mide alrededor de un metro veinte
de alto y uno cuarenta de ancho. Encuentro un espacio libre. Dos mujeres
mayores se detienen unos ocho o nueve segundos para mirarlo y siguen andando.
Un hombre permanece inmóvil cerca del lienzo con el cuello de la chaqueta
levantado, que es casi del mismo color que su pelo castaño ralo. Me coloco a la
derecha de él. Veo la figura bastante pequeña de san Francisco en primer plano.
Detrás de él hay un burrito en un prado, con las orejas erguidas, corno si escuchara.
Pero primero me dejo empapar por los colores del paisaje peculiar: las
múltiples tonalidades de verde del delicado follaje, de las trepadoras
ensortijadas y de la hierba, los marrones y ocres profundos e intermedios de
las ramas, de los delgados troncos de los árboles, de las hojas caídas y de la
túnica del santo, y los fríos tonos turquesa pálidos de la pared rocosa y escarpada. Los verde grisáceos
que se tornan blancos me dejan sin aliento. Asimilo el fuerte impacto del cielo
azul en la parte superior de la imagen y las nubes blancas que interrumpen el
color mientras flotan sobre una ciudad amurallada. No es un lugar, pienso, sino
tres lugares en uno: la zona de la pared rocosa donde está el santo, el prado
verde del burro y la remota ciudad en lo alto.
Saco el cuaderno y empiezo a
escribir. El hombre que tengo delante se inclina hacia el lienzo. Admiro su
interés y al mismo tiempo me gustaría que se marchara. Oigo pasar detrás de mí
a dos personas hablando en francés. La cara rocosa de la montaña se eleva sobre
Francisco y lo empequeñece. Mientras me concentro en su cuerpo, me yergo, torno
una bocanada de aire y ensancho el pecho. Me doy cuenta de que estoy imitando
la postura del santo, que me he convertido sin querer en un espejo de la figura
del cuadro. Escribo en el cuaderno: «Vuelto hacia su derecha, ojos y barbilla
levantados, nariz delgada y afilada, boca abierta, capucha caída hacia atrás,
pecho abierto: embelesado». Extiende las manos a los costados en actitud de
recibir y la parte superior del cuerpo brilla con una luz suave. Parece
sobrecogido pero sereno. No hay nada desenfrenado ni aterrador en el éxtasis de
este hombre. Tengo miedo de pegar la nariz al lienzo. En lugar de ello, me echo
hacia delante esperando parecer inquisitiva y no agresiva. Quiero verle la mano
derecha. Me parece distinguir una pequeña mancha roja. Un estigma. Tiene las
llagas de Cristo. Por debajo de su túnica asoma un pie delgado y descalzo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario