Pórtico
Cuando hace casi medio siglo el
cuerpo masacrado de Pasolini apareció en una playa solitaria a las afueras de
Roma, nadie pareció reparar en el hecho de que el mundo había perdido quizá a
su último profeta. Abrumados por la noticia, sus amigos y seguidores resaltaron
unas virtudes suyas que estaban en boca de todos: el talento polifacético y la
gran capacidad de provocación. El elogio vibrante y emocionado de Alberto
Moravia en el funeral vino a recordar a los italianos que habían perdido a un
gran poeta, uno de esos raros poetas que aparecen con suerte cada cien años.
Otros resaltaron la desaparición del cineasta y del intelectual con voluntad de
acero. La triste realidad es que el mundo había perdido algo doblemente
valioso: una de las pocas voces que se alzaron contra el Poder de su tiempo,
una época convulsa y de inminentes transformaciones que empezaba también a ser
la nuestra.
Desde el primer momento, la
trágica muerte de Pasolini despertó sospechas e inspiró demasiadas preguntas
que nadie se atrevía a responder. La ley intervino en distintas ocasiones a lo
largo de los años; pero ante la reticencia de la justicia italiana a esclarecer
su muerte, la figura de Pasolini fue quedando atrapada en un limbo donde se
mezclaban el purgatorio artístico y el
misterio policial. Cada vez que volvía a hablarse de Pasolini, regresaba «el
caso Pasolini» y resurgía la hipótesis del crimen de Estado, como si el sentido
final de su apasionada y escandalosa existencia hubiera quedado reducido al
argumento de un thriller italiano de los años setenta. Lamentablemente las
circunstancias atroces de su muerte, que los medios transformaron en un espectáculo
sensacionalista, vinieron de algún modo a cerrar todo lo que en la obra
pasoliniana era una indagación continua y abierta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario