La palabra que aparece, Enrique Díaz Alvarez, p. 67
Los fusilamientos y las
expediciones punitivas de su propio bando la habían decepcionado especialmente.
Había descubierto que el término «fascista» era convenientemente elástico.
Narra, por ejemplo, la arbitrariedad con que los republicanos ejecutaban a
panaderos y presuntos combatientes de quince años. Cuenta cómo unos compañeros
milicianos le explicaron entusiasmados que habían capturado a dos sacerdotes; a
uno lo mataron allí mismo de un disparo y al otro, que lo había visto todo, le
dijeron que podía marcharse. Luego, a los veinte pasos, lo abatieron por la
espalda. Con una mezcla de incredulidad e indignación, Weil apunta en su
cuaderno: «El que me contaba la historia se asombró mucho de no verme reír.»
Esta clase de abusos no solo
orillaron a Simone Weil a denunciar los excesos del bando republicano, sino
también a repensar la naturaleza misma de la guerra. Más-que escandalizarse por
las sangrientas batallas o las cifras de la masacre, le trastorna ver la
indiferencia «con respecto al hecho de matar a alguien». Intuye que lo esencial
de la guerra está ahí, en la apatía que, observa continuamente entre sus mismos
compañeros de lucha. Le asombra que ni siquiera los intelectuales «blandos e
inofensivos» que combatían y paseaban a su lado expresasen la menor repulsión,
desagrado o rechazo por toda aquella sangre inútilmente derramada.
También le indigna descubrir que
los míseros y dignísimos campesinos de Aragón, por los que ella había acudido a
luchar, no suscitaban la menor curiosidad entre los milicianos. Le resultaba
insoportable comprobar cómo, allí mismo, en el frente, se reproducían las
desigualdades contra las que supuestamente buscaban enfrentarse. En realidad,
aquella indiferencia ponía de manifiesto el abismo que separaba a los combatientes de la población desarmada:
una brecha «semejante a la que separa a los pobres de los ricos».
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