EN MITAD DE UN DÍA PERFECTO
Era viernes y, como todos los viernes, salvo que tuviésemos exámenes, dábamos una pequeña fiesta en nuestro piso de la rue Romarin. Nos agradaba creer que la vida nos obligaba. No tenía truco: éramos jóvenes e indestructibles, no pensábamos demasiado en el futuro y nos gustaba pasarlo bien mientras no llegaba. Ese día celebrábamos además el cumpleaños de Luca, que en realidad había sido la semana anterior. Pero hacer las cosas cuando nos daba la gana, y no a su debido tiempo o cuando había que hacerlas, nos reconciliaba con el presente.
No había aparecido nadie todavía por la fiesta, salvo Anouk Hezard y Didier Hinault, que pasaban tanto tiempo en nuestra casa como los cuatro que vivíamos allí. Ambos tenían su propio juego de llaves. Se suponía que la gente iba a presentarse a partir de medianoche. Seguramente carecía de mérito llegar puntual, y menos aún antes de tiempo.
Fue sobre las once cuando me dirigí al cuarto de baño. Me produjo un leve mareo el pomposo ambientador de vainilla que casi coloreaba de amarillo el aire, y que Emma había colocado en el pasillo esa mañana, alegando que al entrar por la puerta olía demasiado «a zapatos tirados en el suelo”
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