LONDRES
Una mañana de invierno, hace
siete años, iba en una escalera mecánica. Era una de las escaleras que te
llevan hasta el nivel de la calle desde los andenes de la Piccadilly Line en la
estación de Green Park. Si alguna vez han usado esas escaleras recordarán lo
largas que son. Se tarda como un minuto en llegar desde abajo hasta arriba y,
para una mujer impaciente por naturaleza como yo, un minuto quieta de pie es
demasiado largo. Aunque no tuviera una prisa especial aquella mañana, enseguida
me puse a subir la escalera, abriéndome paso por la izquierda de la fila de
pasajeros inmóviles en el lado derecho (pensando todo el rato: puede que sea
casi sesentona, pero aún estoy bien, todavía estoy en forma) hasta que, cuando
ya había subido unas tres cuartas partes, me quedé atascada. Una madre joven
estaba parada en el lado derecho, y en
el izquierdo, cogida de su mano, estaba su hija, una niña de unos siete u ocho
años. Tenía el pelo rubio, y llevaba un impermeable rojo de plástico con capucha
que la hacía parecerse un poco a la niña que se ahoga al principio de Amenaza
en la sombra. (Todo me recuerda siempre alguna película, no lo puedo evitar.)
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