En verano, KO Knausgard, p. 390
La mariquita es bonita de una
manera infantil. Es mona. Tanto la forma, por ser redonda y parecer un botón,
como los colores del caparazón, rojo con puntitos negros, se alejan
aparentemente de lo funcional, y confieren a la mariquita el aspecto de ser algo
creado para alegrar o entretener, sobre todo a los niños, que seguramente
constituyen el único grupo que realmente aprecia los botones rojos voladores.
Si el caparazón de la mariquita se mira de cerca, el color rojo parece aplicado
posteriormente, como si lo negro de los puntitos fuera el color básico y lo
rojo hubiera surgido más o menos de la misma manera que aquella silla en su
momento negra de la habitación de los niños, que los padres pintaron de colores
alegres para animarlos. Por esa razón, las mariquitas y los dibujos de mariquitas
están tan extendidos en la cultura infantil. Las criaturitas parecen buenas y
majas, alegres y divertidas. Pero son escarabajos, una parte del mundo mecánico
instintivo del mundo de los insectos, y cuando aparecen a montones, lo que
puede ocurrir cuando se cumplen las condiciones necesarias, aparece el abismo
entre ellas y nosotros, ese carácter profundamente extraño que poseen los
insectos de todas las clases. Un día, a finales de verano hace cinco años, las
vi así. Con otra familia cogimos el autobús desde el centro de Malmo hasta una
de las playas de las afueras de la ciudad. Acabábamos de descubrirla. Había un
camping cerca, y la playa tenía por tanto todo tipo de servicios, también había
árboles bajo cuya sombra resultaba muy agradable sentarse ese verano tan
tremendameme caluroso. Cuando ya habíamos bajado del autobús, con los niños
mayores corriendo delante por el prado, la más pequeña en el carrito, y neveras
portátiles, bolsas con bañadores y toallas, y mantas colgando de los hombros, descubrimos
que el aire estaba lleno de insectos, había puntitos negros por todas partes.
Enseguida empezaron a meterse por la ropa y por el pelo; yo llevaba una
camiseta blanca, y cinco o seis mariquitas se dibujaban claramente en la tela. Cuando
nos acercamos a la playa, empezaron a sonar chasquidos bajo nuestros pies. Por
algunas partes el suelo estaba cubierto de mariquitas. Me sacudí el jersey para
quitarlas, pero al instante tenía otras diez o doce. Me pasé los dedos por el
pelo y sacudí la cabeza para alejarlas, pero seguían llegando. Había mariquitas
por todas partes. Extendimos una manta en la hierba debajo de un árbol y al
instante estaba cubierta de mariquitas. Nos alejamos un poco de allí, pero pasaba
lo mismo en todas partes, el suelo, el aire, todo estaba lleno de mariquitas.
Al parecer, venían del estrecho, muy por encima del agua había enormes
enjambres negros que se movían hacia la tierra. Tenía que haber cientos de
miles de mariquitas. Estaban incluso flotando en el agua. Me llenó de una gran
intranquilidad, porque allí, en la reluciente hierba verde, mirando el estrecho
azul y soleado sobre el cual se elevaba poderosamente el puente de Óresund,
entendí que un día llegaría el fin del mundo, un día tan bonito y normalcomo
aquel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario