Cuando al fin ya no hubo nadie que reparara en ella, la hermosa joven se apartó de sus padres y de los amigos de éstos y salió del cuarto de estar. Cruzó el porche protegido con mosquiteras, pasó por la terraza y caminó lentamente, descalza, sobre la pinaza, frente a las cabañas de madera desparramadas en la ladera que descendía hacia la orilla del lago.
Vanessa sabía que no tardarían en darse cuenta, no de que ella había abandonado la reunión de su padre, sino de que repentinamente la luz de la estancia había declinado; aún no anochecía, pero la tarde tocaba a su fin, de modo que verían que el sol, debido a la imponente cercanía de la Gran Cordillera, estaba a punto de ocultarse tras las cumbres. El Segundo Lago Tamarack era largo, estrecho y profundo como un fiordo noruego, tallado por los glaciares que surgíán al norte y al sur de los escarpados y graníticos montes de la Gran Cordillera; la vista a esa hora y en verano desde la orilla occidental del Segundo Lago se había hecho célebre. Casi todos los del grupo se llevarían consigo las bebidas que acababan de servir y, siguiendo a Vanessa, abandonarían la estancia en dirección a la orilla para contemplar cómo los bordes metalizados de las nubes se convertían en oro fundido
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