El señor Wilder y yo, Jonathan Coe, p. 100
Además había otra cosa que se lo
ponía difícil a los actores: la creencia del señor Wilder de que el guión que
había escrito con el señor Diamond había que considerarlo, como a la Biblia, un
texto sagrado. Tras trabajar muchos meses en aquel guión (tras darle mil
vueltas a cada compás del ritmo del diálogo, a cada elección concreta de
palabras) no permitía que los actores se desviasen lo más mínimo de él. Por esa
razón tenía que estar presente el señor Diamond en el rodaje de cada escena,
sentado en una silla de tijera cerca del director, sujetando en la mano una
copia enrollada del guión que no necesitaba consultar porque se lo sabía de
memoria. Mientras el señor Wilder observaba la acción para asegurarse de que
los actores se movían bien, que las marcas funcionaban, que la composición era
buena, el señor Diamond escuchaba el diálogo hablado y, si uno de los actores
no decía las palabras exactamente como estaban escritas, le echaba una mirada
al señor Wilder cuando la toma estaba acabada, meneaba la cabeza y todo el
mundo tenía que volver a empezar.
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