Desde dentro, Martin Amis, p. 258
«¿Quién desata siempre a Francia
del árbol y la ayuda a buscar las bragas después de que los alemanes la hayan
violado? Estados Unidos, ¿quién, si no?» Este era uno de los muchos artículos
en un número especial dedicado íntegramente a respaldar la francofobia en todas
sus variantes. Otro artículo de opinión, a través de gráficos y estadísticas, sostenía
que los franceses eran desaliñados y no muy limpios, amén de todo lo demás: por
ejemplo, apenas la mitad de los hombres se mudaban los calzoncillos diariamente
(se admitía que las mujeres eran algo
más limpias: había muchas más probabilidades de que esas bragas que Estados Unidos
les ayudaban a buscar después de las reiteradas agresiones sexuales estuvieran
recién salidas de la cómoda). En la sala de visitas, que tenía forma de
desfiladero, habría unos trescientos franceses. Deambulé por allí durante un
rato, tratando de calibrar a esos individuos con ojos (ex profeso para la
ocasión) quisquillosamente neuróticos. Y, sí, había mentones sin afeitar y
cabezas despeinadas, y en varias sonrisas abiertas se detectaban en la línea de
la encía afloramientos del postre de la noche anterior (por lo general, creme
brúlée). Pero ¿y qué? Y o era más o menos tan desastrado como los franceses, debía
admitirlo, y admiraba aquel desinterés por su aspecto físico. Ello los liberaba
para designios más elevados, para entregarse con pasión a la filosofía y las
artes. Sí (concluía), Francia era un hervidero de poetas y aspirantes a poeta
(el censo de 1954 registraba la existencia de un millón cien mil intelectuales
confesos; pensadores y soñadores (como el agente de la alta torre), y bohemios,
en suma. En determinados momentos, y con ciertos estados de ánimo (
verbigracia, el presente), me convertía en un bohemio imperialista: estaba
convencido de que los bohemios debían gobernar el mundo, y seguir avanzando a
sangre y fuego hacia la conquista, la colonización y la conversión hasta ...
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