Valle inquietante, Anne Wiener
San Francisco era una ciudad de
perdedores a la que le estaba costando absorber el flujo entrante de aspirantes
a triunfadores. Había sido durante mucho tiempo un refugio para jipis y homosexuales,
artistas y activistas, festivaleros y gays amantes del cuero, marginados y
desubicados. Pero también había tenido un gobierno históricamente corrupto y un
mercado inmobiliario que se había beneficiado de políticas racistas de
rehabilitación -el valor del suelo se había incrementado tanto por las
prácticas segregacionistas como por las estrategias discriminatorias de
calificación urbanística y los campos de internamiento de mediados de siglo-, y
todo ello, junto con la realidad de que el sida había acabado antes de tiempo
con una generación entera, había hecho que dejara de ser en parte la meca de
los libres y de los excéntricos, de los que vivían en los márgenes. Atrapada en
la nostalgia de su propia mitología, la ciudad se aferraba a la alucinación de
un pasado glorioso, y no se había contagiado del ímpetu reciente del
triunvirato oscuro de la tecnología: capital, poder y una masculinidad
heterosexual, insulsa y reprimida.
Era un lugar extraño para
aquellos jóvenes y adinerados arquitectos del futuro. En ausencia de
instituciones culturales vibrantes, el centro de placer de la industria parecía
ocuparlo el ejercicio físico: la gente tocaba el cielo corriendo por la montaña
o haciendo senderismo, plantaba sus tiendas en campings de lujo de Marin y
alquilaba chalés en Tahoe. Muchos iban a trabajar vestidos como si estuvieran a
punto de emprender una expedición por los Alpes: chaquetas de plumón de alto
rendimiento, anoraks para el mal tiempo y mochilas con mosquetones de adorno.
Parecían listos para ponerse a recoger ramas para el fuego y construirse una
cabaña, más que para hacer llamadas de ventas o abrir solicitudes desde
diáfanas oficinas climatizadas. Parecían disfrazados para ir a jugar a rol en
vivo el fin de semana.
La cultura que aquellos
residentes buscaban y promovían era un estilo de vida. Interactuaban con su
nueva ciudad a base de evaluarla. Las aplicaciones de reseñas ofrecían
oportunidades para asignarle una nota a todo: al dim sum, a los parques
infantiles y a las rutas de senderismo. Los socios de las startups iban a un
restaurante y confirmaban que la comida tenía exactamente el sabor que las
reseñas aseguraban que tendría; posteaban fotos que nadie necesitaba de sus
aperitivos y vistas detalladas de cada espacio. Buscaban la autenticidad sin
darse cuenta de que lo más auténtico de la ciudad, llegado aquel punto, eran
ellos.
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