Un niño baja unas escaleras.
Es un tramo angosto que se
revuelve sobre sí mismo. El niño avanza lentamente, deslizando la espalda por
la pared, con un golpe seco de bota en cada escalón.
Casi al final se detiene un
momento y se vuelve a mirar el camino andado. De pronto salta resueltamente los
tres últimos peldaños, como de costumbre. Al llegar al suelo, tropieza y se cae
de rodillas en las losas.
Es un día bochornoso de finales
de verano, sin viento, y unos largos haces oblicuos de luz cruzan la estancia
de abajo. El sol, amenazante, lo mira desde fuera y por las ventanas estampa
una celosía amarilla en la pared.
Se levanta, se frota las piernas.
Mira a un lado, hacia las escaleras; mira al otro, no sabe adónde ir.
No hay nadie en la estancia, la
lumbre rumia en el hogar: abajo, ascuas anaranjadas; arriba, suaves espirales
de humo. El pulso de las rodillas magulladas se acompasa con los latidos del corazón.
Pone una mano en el pestillo de la puerta de las escaleras y levanta la punta
de la gastada bota de piel como si fuera a moverse, a echar a correr. Tiene el
pelo claro, casi dorado; unos mechones alborotados se le levantan por encima de
la frente.
Aquí no hay nadie.
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