Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 34
Los Aliados reaccionaban en
consonancia con sus historias respectivas. Los franceses, muchos de los cuales
habían pasado por campos de concentración, descansaban y leían; ninguna otra
nación ha soportado más guerras ni se ha mostrado más persistente en la
creación de una cultura, y así es corno lo ha hecho. Los británicos habían
recreado un asentamiento de montaña en la India; quien desee saber cómo vivían
en Núremberg no tiene más que leer las primeras obras de Rudyard Kipling. En
chalés situados entre los pinos bávaros, rodeados de muebles de estilo
modernista alemán, que parecían todos dotados de un enorme trasero, lograron
una triple hazaña de reconstrucción: personas que estaban en Alemania fingían que
se hallaban en la selva fingiendo que estaban en Inglaterra. Los americanos
daban esas enormes fiestas cuyo modelo quedó establecido en tiempos de los
pioneros, cuando la gente que vivía en poblados diseminados se reunía con tan
poca frecuencia que no permitir que la cordialidad llegara al máximo de la
escala habría supuesto agotar a los caballos para nada; por lo demás, se
enfrentaban a la decepción. Hágase lo que se quiera con América, el hecho es que
sigue siendo vasta, y la consecuencia es que en una tierra en la que la gente
vive subyugada por la idea de la gran ciudad, la mayoría de las ciudades son
pequeñas. Y he aquí que los hijos de esas gentes, que habían cruzado un gran
océano creyendo que iban a ver algo prodigioso, se encontraban otra vez en una
pequeña ciudad, más pequeña que cualquiera de las pequeñas localidades de las
que habían huido.
Porque una ciudad pequeña es un
lugar en el que no hay nada que se pueda comprar con dinero; y en Núremberg,
como en todas las ciudades alemanas por aquel entonces, la facultad de adquirir
había caído en el olvido. Los nuremburgueses acudían a trabajar en tranvías
cochambrosos enganchados de tres en tres; así que es de suponer que pagarían
sus billetes. Compraban los escasos víveres a su disposición en tiendas tan
desabastecidas que resultaba difícil asociarlas con la satisfacción de un
apetito cualquiera. Compraban combustible; no mucho, porque era verano, pero sí
lo suficiente para cocinar y para cubrir lo que sentían, con una urgencia mucho
más imperiosa de lo que cabría imaginar: la necesidad de alumbrarse.
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