Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 109
De hecho, morían por una lenta
estrangulación. En el pasado, ésa era considerada la forma de morir en la
horca. Un cabo suelto de la horca se pasaba por una anilla en el poste del patíbulo
y cuando la víctima se estaba balanceando en la cuerda, el verdugo tiraba del
cabo y la estrangulaba. El sistema de caída se introdujo con la esperanza de
que la caída por la trampilla le dislocara el cuello al condenado, causándole
la muerte instantánea; pero aun así, siguieron muriendo estrangulados.
Ningún médico, ningún abogado,
ningún humanitarista declarado se tomaron la molestia de averiguar por qué
había fallado el sistema. Esa tarea quedó para un zapatero analfabeto de
Lincolnshire llamado William Marwood, al que obsesionaban los ahorcamientos. Pensaba
en ellos todo el día mientras se afanaba sobre sus botas y zapatos; y lo asaltó
la idea de que los ahorcados seguían padeciendo el dolor del estrangulamiento
porque la distancia habitual del patíbulo al suelo no era lo bastante grande
para provocar una caída suficientemente violenta. También advirtió que, para
conseguir una caída lo bastante violenta para partir el espinazo, pero no tanto
que arrancara de cuajo la cabeza del tronco, la longitud de la soga había de
ser proporcional al peso del cuerpo. Marwood consiguió ser nombrado ejecutor público
en 1871, y enseguida se comprobó que su sistema reducía considerablemente el
riesgo de estrangulamiento, pero nunca logró poner a punto más que una fórmula
aproximada para calcular la longitud de la cuerda. Ésta sería perfeccionada por
uno de sus sucesores, James Berry. Estos verdugos hicieron una considerable
obra de caridad para con los más derrotados de los hijos de los hombres, y nos
quitaron a todos de encima la culpa de torturar, además de matar. Sin embargo,
nunca se lo agradecemos; sus nombres no están grabados con letras de oro, como
los de Shaftesbury y Schweitzer, y si nos los encontráramos de frente, bien
pocos recordaríamos de inmediato que les debemos reverencia y gratitud; y a los
que más les costará acordarse es a quienes han aguardado ante la puerta de una
prisión a la hora de un ahorcamiento. Ahí no hay nada que ver antes de la
ejecución, excepto un cartel blanco clavado en la gran puerta exterior de la
prisión, en el que se anuncia que un hombre va a ser colgado esa mañana.
Después de la ejecución, asoma un guardia por una puerta pequeña que se abre en
la más grande, retira el cartel y se lo lleva dentro, para al rato volver a
sacarlo y colgarlo otra vez, con dos avisos más grapados al primero: el uno, la
declaración del alguacil de que el reo ha sido colgado; el otro, la declaración
de un médico de que ha examinado al ahorcado y ha comprobado su fallecimiento. Aun
así, la gente acude de bien lejos para asistir a este espectáculo casi
invisible, y a menudo se traen a los niños, que a veces habrán berreado para
que los traigan; luego se marchan con la satisfacción de los que han alcanzado
el orgasmo. Nunca ha habido un acontecimiento lícito que apestara tanto a
ilícito como éste.
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