Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 161
A menudo me decía la gente: «Ha
tenido usted que conocer a personas muy interesante cuando estuvo en el juicio
de Núremberg ». Así había sido, en efecto. Hubo un hombre con una sola pierna y
una niña de doce años que cultivaban enormes ciclámenes en un invernadero, y
milagrosamente conseguían venderlos en un país en el que no había más comercio
que el deprimente y público de víveres, y trueque de todo lo sucio y usado.
Desde entonces, se habían apoderado de toda Alemania Occidental. Incluso aquí,
en Hamburgo, una ciudad que después de la guerra parecía estar tan muerta como
un animal eviscerado, un comercio pertinaz estaba alcanzando un crecimiento
prodigioso.
Esto era en parte consecuencia de
los esfuerzos de los Aliados: de los grandes desconocidos, como un ingeniero de
minas de Doncaster llamado Harry Collins, hoy en día Director de Producción de
la División de Durham de la Junta Nacional del Carbón, quien realizó una de las
mayores gestas administrativas de la historia al dirigirse al Ruhr en minas,
alimentar a los mineros muertos de hambre, improvisar alojamientos e
infundirles ánimos para volver a extraer carbón del subsuelo; de los
funcionarios que llevaron a cabo la reforma monetaria de 1948, que fue
introducida por británicos, americanos y franceses con auténtica consideración
por los intereses de Alemania, a diferencia de la Unión Soviética. Pero el
factor esencial fue el prurito de la industria, el anhelo del trabajo, que
forzó a los alemanes a fabricar cosas; y venderlas, al hombre de una sola
pierna a seguir cojeando y dando tumbos entre su calorífero de leña y su
invernadero.
A los visitantes del extranjero,
el espectáculo de este renacimiento les resultaba en ocasiones bastante
repelente. Su repulsión era casi del todo injusta, aunque inevitable. Hamburgo
presentaba un espectáculo deplorable desde el punto de vista altruista con el
que Gran Bretaña se encontraba por entonces firmemente identificada. Con
excepción de la fila de casas que bordeaban el puerto y el gran lago Alster, la
ciudad entera era tierra devastada. Alrededor de ella se extendía tejido
cicatricial, más repelente que los daños similares en la City de Londres,
Plymoutb, Hull o Bristol, no sólo porque los destrozos eran mayores aquí, sino
porque la zona estaba desolada, pero no despoblada. Rebosaba de gente cansada y
polvorienta, zafia por la falta de intimidad, que seguía viviendo en sótanos y
refugios antiaéreos cuatro años después de acabada la guerra, y claramente aún
no había salido de ella. Estas personas parecían no haberse enterado de que
reinaba la paz, porque había tantas malas noticias a su alrededor que no habían
tenido tiempo de escuchar las buenas. Muchas de ellas parecían tener hambre, y
de hecho estaban hambrientas. Las comidas que hacían encima de puertas viejas o
cajas de embalar en los refugios antiaéreos eran lastimosas. Algunos ni
siquiera tenían dinero para comprar los alimentos racionados.
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