Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 71
Con todos sus fallos, el sistema
consiguió llevar a los viajeros a Núremberg a su debido tiempo. Al instante se
hizo evidente una brecha entre quienes habían venido al juicio para asistir,
digamos, a la apertura y a estas últimas dos sesiones, y aquellos que tenían
una experiencia más prolongada de las sesiones. El tribunal había promulgado una
directiva prohibiendo que se les sacaran fotos a los acusados en el momento en
que se les comunicaran las sentencias. A algunos periodistas que acababan de
llegar, esto les pareció una escandalosa intromisión en las prerrogativas de la
prensa, e incluso algunos historiadores pensaron que el registro filmado del
caso quedaría de este modo lamentablemente incompleto. Ahora bien, los que
llevaban meses acudiendo a la sala de audiencias eran, en su mayoría, de otra
opinión.
La cuestión no era baladí, porque
existía la certeza de que varios de los acusados serían sentenciados a muerte.
Daba la impresión de que cuando no se había visto nunca a un hombre, o se lo
había visto sólo una o dos veces, no había nada ofensivo en la idea de
fotografiarlo mientras se lo sentenciaba a muerte, pero cuando se lo había visto
a menudo, la idea dejaba de resultar atractiva. Los corresponsales que habían
asistido al juicio un día tras otro sabían cuánto odiaban los acusados esos
momentos de cada sesión en que la rutina consistía en poner en acción las
cámaras. La mayor parte de ellos echaba mano de sus gafas oscuras en cuanto se
encendían las luces penetrantes y ácidas de los focos, con una adustez que
significaba que hacían algo más que meramente intentar proteger sus ojos; y los
que recurrían más a menudo a esas gafas oscuras eran aquellos que habían
manifestado mayor arrepentimiento. El doctor Frank, que había masacrado Polonia
y se había visto empujado por el remordimiento a una conversión al catolicismo
que las autoridades juzgaban sincera, era siempre el primero en alargar la mano
hacia el estuche de sus gafas. Puede que fuese justo colgar a estos hombres,
pero no podía serlo sacarles fotos mientras se les comunicaba que iban a ser
ahorcados. En efecto, cuando la sociedad tiene que lastimar a una persona,
tiene que hacerle el menor daño posible, y debe proteger su orgullo en la
medida que pueda, so pena de que se extiendan por esa sociedad sentimientos de
los que impulsan a la gente a cometer actos por los que acaban en la horca.
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