A mediodía del viernes 16 de julio de 1982 tomé un taxi desde el hotel Drake a la esquina de la calle Cuarenta y Nueve con la Primera Avenida. Estaba nervioso al entrar en La Petite Marmite, justo enfrente del United Nations Plaza, donde vivía cuando estaba en la ciudad. «Mister Capote», dije al maitre, que me condujo a una mesa situada en medio de la sala. El restaurante estaba lleno, pero la única persona que vi fue a Capote, que estaba allí sentado con una copa en la mano. Llevaba una chaqueta azul de lino y una camiseta debajo, con su enorme cabeza colocada como una pelota de hacer gimnasia sobre un cuello corto y grueso.
-¿Llego tarde, o usted ha llegado
pronto? -le pregunté, sentándome a su lado.
-Debo haber llegado pronto
-contestó-. Ya he pedido la comida y estoy tomando una copa.
Se llevó el vaso a los labios y
bebió un trago.
No tenia el aspecto que yo
esperaba en él. Tenia la cara hinchada, el pelo escaso y ojos como de cuervo.
No parecía ni enano ni elfo, como tantas veces se le había descrito, sino que irradiaba
firmeza y autoridad.
Llegó un camarero y le pedí un
vaso de vino blanco,
-Esta temporada todo el mundo
bebe vino blanco –dijo Capote-. Yo bebo daiquiris.
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