Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 29
Tan venidas a menos estaban sus
personalidades, que resultaba difícil recordar quién era quién, incluso después
de llevar una días ahí sentada mirándolos; los que destacaban se definían más
bien por alguna rareza que por su carácter.
Hess resultaba llamativo porque
estaba claramente loco: tan claramente loco que parecía una vergüenza someterlo
a juicio. Tenía la tez cenicienta y esa extraña facultad, propia de los
lunáticos, de adoptar posturas forzadas que ninguna persona sana podría
mantener más que unos pocos minutos, y quedarse contorsionado durante horas.
Tenía la pinta de desclasado característica de los internos de un asilo
psiquiátrico: era evidente que su personalidad perturbada había borrado
cualquier indicio de su pasado. Daba la impresión de que su mente careciera de
superficie, como si hubiesen dinamitado todas las partes de la misma, menos la
profundidad donde moran las pesadillas. Schacht era igualmente llamativo porque
no podía estar más cuerdo, y por conseguir ser tan por completo igual a sí mismo
en esas circunstancias extraordinarias. Se sentaba de lado, de forma que su
alto cuerpo, tan rígido como un tablón, se apoyaba en el extremo del banquillo,
que le servía de respaldo y no para acodarse. Así, quedaba sentado en ángulo
recto respecto a los demás acusados y miraba por encima de sus cabezas: siempre
había sostenido que era muy superior a la banda de Hitler. De este modo
asimismo, se sentaba en ángulo recto respecto a la bancada de los jueces que lo
confrontaban: su argumento era que él era un destacado banquero internacional,
un hombre de lo más respetable, y no había tribunal en la tierra con derecho a
juzgarlo. Lo petrificaba la furia porque ese tribunal pretendiera disponer de
tal derecho. Podría haber sido un cadáver envarado por el rigor mortis, un
desagradable cadáver que se las había ingeniado para agravar el proceso de modo
que resultara particularmente difícil hacerlo encajar en su ataúd.
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