No entres dócilmente en esa noche quieta, Ricardo Menéndez Salmón, p. 35
Pero debo volver atrás. Tengo que
espiar por el retrovisor de mis once años y rastrear esa tierra baldía que he
sugerido antes. Mis propios hijos me obligan a ello.
En el momento en que escribo
estas líneas, mi hija mayor es más joven de lo que yo lo era cuando mi padre
enfermó. Aunque el recuerdo es una máquina selectiva y la experiencia me dice
que no sólo «el olvido es una estrategia del vivir», como Marsé ha apuntado
mediante una fórmula perfecta, inmejorable, sino un sagaz gendarme, el censor
de censores, soy consciente de que, por mucho que mi hija olvide en el futuro
lo que esta primera década de su vida ha significado junto a su padre, parece
impensable que no guarde memoria de momentos compartidos. Porque son cientos de
cenas, libros leídos, baños, paseos, horas en el parque, viajes, excursiones, cumpleaños,
aventuras sublimes o estúpidas, sesiones de cine, 'enfados y riñas, llantos,
fiebres, juguetes anhelados, juguetes rotos. Esa mole de instantes ha de
esconderse en algún lado, ha de conformar algún tipo de sedimento, un pegamento
no moral, pero al menos biológico, que permita que un día futuro, cuando yo ya
no esté, mi hija proclame:
Me acuerdo, Je me souviens, I
remember.