Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LIBERTAD DE PRENSA

Gastos, disgustos y tiempo perido, Sánchez Ferlosio, o. 274
La creciente respuesta a tal demanda por parte de la prensa contagia a los políticos y a los partidos, que descubren la alta y fácil rentabilidad política del personalismo en connivencia y por analogía con la no menos alta rentabilidad económica que éste supone para el periodismo. La tragedia, por no decir tragicomedia, de la libertad de prensa y expresión viene del hecho de que la empresa periodística privada se vea mediatizada por la necesidad de someterse a la ley del mercado y acomodar, en mayor o menor grado, su oferta a la demanda dominante en una sociedad cada vez más privatizada y más desentendida de los negocios públicos, rasgos sociales que se derivan a su vez, como en un círculo vicioso, de esa misma economía de mercado que condiciona la oferta de la prensa, convirtiendo en escarnio la tan cacareada libertad de expresión. Los periódicos se ven, de esta manera, condenados a seguir el triste lema del precocísimo inventor de la industria cultural, Lope de Vega: “Porque si bien las paga el vulgo es justo el hablarle en necio para darle gusto”. ¿Propongo, pues, una prensa  subvencionada y dirigida a un económicamente inviable aristocratismo periodístico? La más cómoda e innoble forma de deshacerse de una crítica es descalificarla mediante la objeción de que no ofrece soluciones de recambio. Rechazo esa objeción, y me limito a poner de  manifiesto el miserable callejón sin salida en que se hallan la libertad de expresión y el   periodismo en una economía de mercado, y lo ilusorias que, en semejante panorama, pueden llegar a ser las ínfulas del periodista que no vacile en la convicción de la nobleza de su función social de informador y de creador de opinión pública. Pero, entiéndanme bien, recomendar la duda no es lo mismo que aconsejar la capitulación.

LISANDRO

Gastos, disgustos y tiempo perdido, Sánchez Felosio, p. 245
Me permitiré ahora dar un giro por la historia del derecho internacional, no sólo porque los tratadistas de la razón de Estado han preferido casi siempre este terreno, sino también porque ello me permite ilustrar con mayor sencillez y claridad un cambio histórico que importa a nuestro asunto. Por lo poco que yo he podido averiguar, me parece que los helenos, al menos  hasta el final de la guerra del Peloponeso, nunca llegaron a establecer ninguna relación precisa entre la guerra y el derecho. En el patético diálogo entre los atenienses y los melios con que Tucídides da fin al libro V de su Historia de las guerras del Peloponeso aparecen, por el contrario, contrapuestos y discernidos, de una parte, el derecho y la razón y, de la otra, la fuerza y la conveniencia. Tampoco parece que respecto de la guerra se concibiese otra forma de derecho que la engendrada por la victoria de las armas. Así, en el Lisandro de las Vidas paralelas de Plutarco podemos leer en el capítulo XIII lo siguiente: «Lisandro, después de que en consejo fueron condenados a muerte los tres mil atenienses que [los espartanos] habían hecho prisioneros, hizo llamar al general Filoclés y le preguntó qué sentencia pronunciaría contra sí mismo, que tales consejos había dado a sus conciudadanos contra los griegos.  Filoclés, sin mostrar abatimiento, le contestó con desdén que era vano acusar por cosas de las que nadie en el mundo podia ser juez competente, y que, como vencedor, procediese sin más a ejecutar con él lo que de haber sido derrotado habría tenido que sufrir. Lavase después, y, vistiéndose un rico manto, se puso al frente de sus conciudadanos para ser llevado a la matanza”. 

DE LA ENVIDIA

La homilía del ratón, Sánchez ferlosio, p. 125
Característico del paranoico es defender su convicción contra la evidencia sensible que la contradice; característico es alegar siempre el proceder encubierto, oculto, sigiloso, de su perseguidor. Y así, García-Sabell dice que "la envidia es una enfermedad casi siempre oculta, silenciosa, enrevesada y de múltiples disfraces", y que "el que ejercita la envidia puede parecer el hombre más inocuo del mundo, el ser más ingenuo, el eterno despistado o, lo que es peor,  el gran idealista". Pero más todavía; no contento con justificar con el encubrimiento la simple falta de pruebas, el artículo -como queriendo constituirse en el historial clínico paradigmático e insustituible en cualquier estudio o teoría sobre la paranoia- riza el rizo de la argumentación, inventando un subterfugio para convertir en evidencia a favor no ya la falta de pruebas a favor, sino la propia presencia de pruebas en contra. Se trata del mismísimo procedimiento por el cual la clásica paranoia del celoso convierte las más nobles y seguras pruebas de amor y de amistad por parte de la amada y el amigo en indicios incontestables de infidelidad y de traición. Y así, García-Sabell recurre a la pintoresca invención de una envidia no ya simplemente encubierta, sino disfrazada de lo contrario: "la envidia laudatoria", como él la llama. Así ya sí que no hay escapatoria para que les pille el toro: si miran con desaprobación, no es objetividad, sino una envidia tan fuerte que no pueden disimularla; si miran con indiferencia, no es neutralidad, sino una envidia tan sucia que ellos mismos se avergüenzan y se sienten movidos a ocultarla; si miran con entusiasmo, no es admiración, sino una envidia tan traicionera que se disfraza de lo contrario para mejor saltar sobre la víctima y aniquilarla. ¡La verdad, demasiado exclusiva y absolutamente consagrados a la envidia y a los envidiados, como si no tuviesen otra cosa que hacer ni en qué pensar, aparecen aquí los envidiosos, como para no sospechar que esto no sea más que una pura fantasía debida al desaforado  egocentrismo, a la desmedulada vanidad del presunto envidiado!

PALAIS WITTGENSTEIN

El mundo tal como lo encontré, B. Duffy, p. 496
Wittgenstein no era tan afortunado. Al regresar del campo de prisioneros en Italia, presenció cómo la turba casi famélica de Viena talaba los bosques de la ciudad y se llevaba la madera en rechinantes carros y carretillas. Pero lo peor para él fue comprender que ahora era uno de los hombres más ricos de Viena porque el grueso de su fortuna estaba a salvo en América y rendía cuantiosos intereses. Para él era el infierno tener tanto cuando los demás tenían tan poco ... sentir de manera tan indeleble la culpa y la responsabilidad del dinero añejo que, después de acumularse durante tanto tiempo al sol, se concentraba en poder como la miel de la abeja. El peso del dinero amontonado sólo servía para abismar aún más su alma que se ahogaba. Apenas una semana después de que Wittgenstein regresara a casa, la sensación de culpa por su riqueza se volvió insoportable. A pesar del gozoso alivio que les producía tenerlo otra vez junto a ellas, Mining y Gretl percibían su ansiedad que se encrespaba como las ondas de un lago. Su hermano o bien no hablaba en absoluto, o bien de pronto lo hacía a toda prisa, con una complejidad alarmante, vertiginosa. No podía pensar por lo mucho que pensaba, no podía dormir por lo mucho que soñaba, porque el soñar también era pensar; todo era pensamiento y todo pensamiento, sueño. ¡La música! Anhelaba la música, pero la música también era pensamiento y siempre la tocaban demasiado lenta o demasiado rápida, como la conversación que, en su ansiedad e impaciencia, le hacía desear apresurarse hasta un extremo que resultaba imposible en medio de la algarabía. La culpa la tenía la casa, pensaba, el Palais Wittgenstein, ese pastel pringoso relleno de sueños muertos. Detestaba la casa. Hundida en el suelo de una cultura anterior era, como él, un anacronismo. ¡Ojalá hubiera muerto en un momento de brillantez! ¡Ojalá se hubiera convertido en una estrella del cielo! Pero ahora se sentía arrojado a los hornos de un futuro informe, como otra inútil reliquia de la guerra que había que desguazar y fundir.

INCIPIT 865. RECUERDOS DURMIENTES / PATRICK MODIANO

Un día, en los muelles, me llamó la atención el título de un libro, El tiempo de los encuentros. También hubo para mí un tiempo de los encuentros, en un pasado remoto. En aquella época, con frecuencia me entraba miedo al vacío. No notaba ese vértigo cuando estaba a solas, sino con algunas personas a las que, precisamente, acababa de conocer. Me decía, para tranquilizarme: ya se presentará una ocasión de hacer mutis. Algunas de esas personas no sabías hasta dónde podían llevarte. La cuesta abajo era resbaladiza.

Podría empezar por recordar los domingos por la noche. Me daban aprensión, como a todos los que han sabido lo que es volver a un internado, en invierno, a última hora de la tarde, esa hora en que va cayendo el día. Más adelante, es algo que los persigue en sueños, durante toda la vida a veces. Los domingos por la noche, unas cuantas personas se reunían en el piso de Martine Hayward, y yo me hallaba entre ellas.

WITTGENSTEIN

El mundo tal como lo conocí, B. Duffy, p. 458
El libro se publicó a pesar de todo, primero en alemán en 1921 y al año siguiente en una traducción inglesa que apareció con el título latino sugerido por Moore: Tractatus Logico-Philosophicus.

Moore conocía sólo los hechos más esquemáticos de lo que había sucedido a partir de entonces. Después de haber donado su fortuna y renunciado a la filosofía, Wittgenstein  desapareció, yéndose como maestro de escuela a una pequeña aldea austríaca llamada Trattenbach. Un joven y brillante protégé de Moore, llamado Frank Ramsey, quien de hecho había ayudado a traducir el libro de Wittgenstein, viajó a Trattenbach en 1923, con la esperanza de que Wittgenstein le resolviera algunos problemas que le planteaba el libro. Por lo que sabía Moore; Ramsey era el único hombre de Cambridge que vio a Wittgenstein durante el llamado período perdido, y al parecer no fue una visión optimista. Después de la guerra, Austria estaba en malas condiciones y al parecer Wittgenstein también. Ramsey dijo a Moore que la aldea era un lugar pobre y espantoso. Lo peor era que existían tensiones entre Wittgenstein y los aldeanos. Ramsey no podía comprender por qué Wittgenstein se quedaba allí... Ramsey habló de «suicidio intelectua”. Wittgenstein le dijo un día a Ramsey, con mucho misterio, que había padecido una dolorosa pero necesaria operación en su carácter. Dijo que había sido una especie de cirugía, una cirugía de tipo radical... se le habían amputado ciertos miembros. Pero afirmaba que estaba mejor así, aunque evidentemente se encontraba disminuido y debilitado. Dijo a Ramsey que no abrigaba ilusiones sobre sí mismo o su talento. Ese tipo de trabajo lógico sólo se podía hacer durante seis u ocho años antes de quedar destrozado, al menos en el caso de un talento incierto y poco original como el suyo. Wittgenstein se apresuró a añadir que no se trataba de una gran pérdida para la filosofía. De hecho, había dicho, no había pérdida alguna. Después de haber expresado todo lo que quería decir respecto a la filosofía, se había vuelto hacia el mundo de la infancia, sintiendo que era mejor subsistir como un espíritu benigno entre los niños que como un fantasma entre los hombres.

W.

El mundo tal como lo conocí, B. Duffy, p. 405
Más tarde, Ernst le preguntó a Wittgenstein, dándole un ligero apretón en el hombro:
-¿Ha escarmentado ya a esa rata?
Era un apretón inocente; sólo la manera que tenía el cabo de establecer contacto. ¡Cuántas veces había caminado Wittgenstein en la oscuridad con la mano de Ernst apretándole el brazo! El gesto significaba mucho más para él mismo que para Ernst ... por eso le ponía tan nervioso. Además, Ernst era su amigo y los sentimientos que Wittgenstein experimentaba a veces por él eran, desde su punto de vista, inapropiados para dos amigos, por no mencionar para el ejército.
En ese sentido, la amistad con Pinsent había sido fácil, porque Pinsent no era su tipo. Pero el confiado y rudo Ernst sí lo era. En general, Wittgenstein había conseguido acallar sus propios deseos, pero de pronto lo arruinaba todo la visión de una pantorrilla musculosa, una espalda desnuda o un par de nalgas blancas envueltas en el picante vapor antiséptico de la ducha contra los piojos. ¿Por qué?, se preguntaba. Era sólo pelo, músculo, piel. ¿Por qué lo abrumaban estos detalles?

En los Evangelios de Tolstoi las tentaciones eran hogareñas y simples. Un campesino que trabajaba en el campo levantaba la mirada y veía a un diablo con pequeños cuernos de chivo espiándolo desde un árbol podado, instándole a tomar un trago o una pizca de rapé. Pero el pecado del campesino era una nadería y su demonio un mero cero a la izquierda comparado con el demonio de la lujuria. Bajo aquellas inquietudes yacía la desesperación ... ya que esas periódicas ansias sexuales eran siempre un indicio de su desesperación.

PERIFESCENCIA

Middelsex, Jeffrey Eugenides, p. 48
Se quedaron quietos, mirándose, mientras Desdémona notaba de nuevo aquella extraña sensación en el estómago. Y para explicar esa sensación no tengo más remedio que contar otra historia. En su discurso presidencial del congreso anual de la Sociedad para el Estudio Científico de la Sexualidad de 1968 (celebrado ese año en Mazatlán entre numerosas y  sugerentes piñatas), el doctor Luce introdujo el concepto de “perifescencia”. El término no significa nada en sí mismo; Luce lo inventó para evitar toda asociación etimológica. El estado de perifescencia, sin embargo, es bien conocido. Denota los primeros síntomas de la vinculación afectiva de una pareja humana. Causa vértigos, euforia, cosquilleos en la cavidad torácica. Perifescencia es la parte enloquecida, romántica, de estar enamorado. (Y según explicó Luce, puede durar hasta dos años, como máximo.) Los antiguos habrían explicado la sensación de Desdémona como la acción de Eros. En la actualidad, el dictamen de los expertos lo reduciría al ámbito de la química cerebral y de la evolución. No obstante, debo insistir: Desdémona sintió la perifescencia como una cálida laguna que le fluía del vientre y le anegaba el pecho. Se le subió como un ardiente licor de menta finlandés de noventa grados. Tras el eficiente bombeo de dos glándulas en el cuello, se le encendió el rostro. Y el calor entonces cambió de signo y empezó a extenderse a sitios a los que una chica como ella no permitía acercamientos, con lo que Desdémona bajó los ojos y dio media vuelta. Se dirigió a la ventana, dejando la perifescencia a su espalda, mientras la brisa del valle le refrescaba el ánimo.

LENGUAJE PATRIARCAL

Middlesex, Jeffrey Eugenides, p. 276
Según mi experiencia, las emociones no pueden describirse con una sola palabra. “Tristeza”, “alegría”, “remordimiento”,  esos términos no me dicen nada. La mejor prueba de que el lenguaje es patriarcal quizá sea que simplifica demasiado los sentimientos. Me gustaría tener a mi disposición emociones híbridas, complejas, construcciones germánicas encadenadas, como “la felicidad presente en la desgracia». O esta otra: “la decepcion de acostarse con las propias fantasías”. Me gustaría mostrar la relación entre «el presentimiento de la muerte suscitado por los ancianos de la familia” y “el odio por los espejos que se inicia en la madurez”. Me gustaría hablar de “la tristeza inspirada por los restaurantes malogrados”, así como de “la  emoción de conseguir una habitación con minibar”. Nunca he encontrado palabras adecuadas para describir mi propia vida, y ahora que ya he entrado en mi historia es cuando más las necesito.

LAS ALMAS

Middlesex, Jeffrey Eugenides, p. 168
Al morir, las almas de los ortodoxos no vuelan derechas al cielo. Prefieren quedarse en la tierra y molestar a los vivos. Durante los cuarenta días siguientes, siempre que mi abuela no sabía dónde había puesto su libro de sueños o su sarta de cuentas, echaba la culpa al espíritu de Zizmo. Rondaba por la casa, apagando la lamparilla de noche y robando el jabón del baño. Cuando el periodo de luto tocó a su fin, Desdémona y Surmelina  hicieron kolyvo. Era como una tarta nupcial, compuesta de tres pisos cegadoramente blancos. El superior estaba rodeado de una valla, en la que crecían abetos hechos de gelatina verde. Había un estanque de gelatina azul, y el nombre de Zizmo estaba deletreado con peladillas plateadas. Al cuadragésimo día del funeral se celebró otra ceremonia en la iglesia, después de la cual todo el mundo regresó a la calle Hurlbut. Se congregaron en torno al kolyvo, espolvoreado con el finísimo azúcar de la otra vida y mezclado con las semillas inmortales de la granada. En cuanto terminaron de comerse el pastel, todos lo notaron: el alma de Jimmy Zizmo dejó la tierra y entró en el cielo, donde ya no podría molestarlos más. En el punto álgido de la celebración, Surmelina provocó un escándalo al volver de su habitación llevando un vestido de vivo color naranja.
-Pero ¿qué haces? -musitó Desdémona-. Una viuda va de luto toda la vida.

-Cuarenta días son suficientes -contestó Lina, que siguió comiendo.

GENETICA

Middlesex, Jeffrey Eugenides, p. 53
Trato de volver mentalmente a una época anterior a la genética, antes de que todo el mundo adquiriese la costumbre de explicar cualquier cosa con un: “Está en los genes”. Un tiempo anterior a nuestra actual libertad ... ¡y mucho más libre! Desdémona no tenía idea de lo que estaba pasando. No contemplaba sus entrañas como un vasto código lleno de números, de secuencias infinitas entre las cuales hay alguna que puede contener un error. Ahora sabemos que andamos con ese mapa por ahí. Que dicta nuestro destino incluso cuando no hacemos nada, parados en la esquina de la calle. Nos pinta en la cara las mismas arrugas y manchas de vejez que tenían nuestros padres. Nos hace moquear de manera idiosincrásica, reconocible, familiar. Genes profundamente arraigados controlan los músculos del ojo, de modo que dos hermanas parpadean de la misma forma, y a hermanos gemelos se les cae la baba al mismo tiempo. A veces, cuando estoy inquieto, me veo palpándome el cartílago de la nariz de la misma manera que mi hermano. Nuestras gargantas y laringes, formadas bajo las mismas instrucciones, comprimen el aire de cierta manera para que salga con los mismos tonos y decibelios. Y eso se puede extraprolar hacia atrás en el tiempo, de modo que cuando yo hablo, Desdémona hable también. Ella es quien escribe ahora estas palabras. Desdémona, que no sabe absolutamente nada del ejército que tiene en su interior, ejecutando un millón de órdenes, ni del soldado que desobedeció, ausentándose sin permiso ...

INCIPIT 864. GASTOS, DISGUSTOS Y TIEMPO PERDIDO / FERLOSIO

Breve historia de un dinero malgastado

En un viaje a Roma -el único lugar del extrajero al que ya desde hace muchos años no me niego a ir-, en el autunno romano especialmente divino del 94, mi amiga Rosa Rossi nos llevó, a mi mujer, Demetria Chamorro, a Tomás Pollán y a mí, a visitar la iglesia y el monasterio de Santa Sabina. Yo conocía una leyenda según la cual Santo Domingo de Guzmán, viajando a pie, con algunos compañeros, de camino a Italia, y con un gran saco a las espaldas, sobre cuyo  contenido los compañeros no se atrevieron a preguntarle nada hasta que, llegado el paso de los Alpes, compadecidos de verlo ascender por aquellas tremendas e interminables rampas con semejante peso a las espaldas y verosímilmente con el ánimo de ofrecerse a relevarlo, se sintieron finalmente movidos a averiguar el "caso, respondió: “No son más que cucharas de palo para nuestras hermanas de Santa Sabina, porque en ningún otro lugar saben hacerlas mejor que en Caleruega». Caleruega es, como se sabe, el lugar de nacimiento de Domingo de Guzmán. Sin embargo, un fraile dominico, altivo y elegante, que nos hacía como de cicerone me chafó la historia negando rotundamente que ni en el siglo XIII ni en tiempos posteriores hubiese habido allí una comunidad de monjas dominicas. Pero esto no es más que un inciso; a lo que quería ir es a que Rosa, conocedora de mis particulares simpatías, puso un empeño especial- teniendo que vencer la denodada resistencia del fraile, que alegaba que no estaba abierto al público, ya no recuerdo si porque era clausura o por qué sé yo qué en que yo viese el claustro, para poder decirme, una vez que el fraile, cediendo a su insistencia, se avino a regañadientes a franquearnos el acceso: “Aqui residió bastante tiempo y por aquí se paseaba Santo Tomás de Aquino”. Ella sabía muy bien que, aunque yo no soy nada fetichista, me produciría mucho más placer ver aquel claustro -por lo demás, totalmente carente de eso que gustan de llamar “valor artístico”- que admirar los primores arqueológicos y artísticos de la iglesia de Santa Sabina.

INCIPIT 863. ESAS YNDIAS EQUIVOCADAS / FERLOSIO

l. Requirimiento
Ignoro si en el año 1525, o sea, 12 años después de su primera aplicación, la práctica, tan escandalosamente formalista, del «requirimiento» había caído en tal descrédito que hubiese precipitado en el desuso. Sea de ello lo que fuere, Hernán Cortés era mucho más escrupuloso y concienzudo que sus predecesores, y es difícil pensar que se contentase con cumplir formalmente, aun a sabiendas de que los destinatarios no lo oían o no lo entendían, el mandato del requirimiento. Cortés hacía las cosas con cuidado y con rigor; así en la carta vª, donde da cuenta de su expedición a las Hibueras, nos relata un caso que, de hecho, comporta un ejemplo de aplicación del requirimiento por parte de Cortés.

Transcribo sus palabras: "Y ofrecióse que un español halló un indio de los que traía en su compañía, natural destas partes de Méjico [extranjero, por tanto, en la región que atravesaban], comiendo un pedazo de carne de un indio que mataron en aquel pueblo cuando entraron en él y vínomelo a decir, y en presencia de aquel señor [un pequeño cacique maya que se había presentado a los expedicionarios]le hice MATAR

FORMALISMO

Gastos, disgustos y tiempo perdido, Sánchez Ferlosio, p. 244
El formalismo jurídico forma pues, con el monopolio de la violencia legítima y la titularidad de la venganza pública, un sistema de contrapesos, un resorte de realimentación negativa, que hace posible el equilibrio estabilizador mediante el cual la dominación estatal pueda reproducirse y conservarse. Pero, aun originado por esta motivación egoísta del poder, aun supeditado al condicionamiento histórico de perpetuar la pervivencia del principio de dominación, aun a costa de tales consecuencias, el formalismo jurídico no deja por eso de ser al mismo tiempo la única barrera capaz de proteger a los particulares frente a la amenaza de  una persecución a ultranza del fin jurídico de la venganza pública con que el Estado afirma y se confirma a sí mismo el monopolio de la espada.

Así que en cualquier trance en que el derecho formal dé muestras de aflojar en sus rigores, amenazando mínimamente doblegarse -ya por razón de Estado, ya por cualquier otra clase de presiones fácticas- a la exigencia del derecho material, en cuanto a una más eficaz persecución del fin jurídico de la venganza y la ejemplaridad; en el momento en que el formalismo del derecho debilite o traicione mediante simulacros su vital y hasta sagrada función de mediador, no sólo dejará, por una parte, desprotegidos a los particulares de la ferocidad connatural de la justicia positiva, sino que propenderá, por otra, a desencadenar un proceso de realimentación positiva que amenazará con arrollar a las propias instituciones del poder. El formalismo -nacido, al fin, del rito, explicitándolo en su figura racionalizada- es, al margen del interés que haya podido incoado y propiciarlo, el producto más noble y más precoz de la sabiduría jurídica y el alma misma de todo Estado de derecho. Pero si es un bozal impuesto al perro feroz de la justicia monopolizada, huelga decir que su función no es la de lograr que el perro pueda morder mejor. En tal sentido, el formalismo jurídico cierra la veda del principio de eficacia a ultranza; quiero decir que comporta necesariamente un mayor o menor grado de renuncia al máximo posible de eficacia en la persecución de los fines justicieros.

LA CARGA DE LA PRUEBA

Gastos, disgustos y tiempo perdido, Sánchez Ferlosio, p. 286
1. (Demostrar que no) El principio de que la carga de la prueba -onus probandi—recaiga sobre la acusación no es sólo una norma jurídico-procesal positivamente convenida por la tradicional prudencia del derecho, que ha preferido siempre el riesgo de dejar impune a un culpable antes que el de castigar a un inocente. No es una simple convención derivada del principio In dubio pro reo o de la hoy tan manoseada “presunción de inocencia”, sino que tiene un fundamento racional ya extramuros del derecho, en la lógica común o, por usar una expresión muy  discutible, en “la lógica de las cosas”. Ese fundamento racional no es otro que el de la radical asimetría que, al menos en el campo de los hechos, media entre demostrar que sí y demostrar que no. Sólo a primera vista las “coartadas” de la novela policíaca consisten en demostrar que no: nadie demuestra directamente que no estaba en el lugar del crimen, digamos Londres, sino que sí estaba en otro lugar, digamos Brighton, de donde la policía, basándose en el principio de la falta de ubicuidad espaciotemporal del cuerpo humano, concluye que no podía estar en  Londres. Toda coartada es por tanto un demostrar que sí que por alguna incompatibilidad se convalida indirectamente como un demostrar que no.

Y ya que estamos en Londres, en la sesión de la Cámara de los Comunes del 18 de enero de 1812 salió un ejemplo ferozmente ilustrativo de lo que sería dar por buena la exigencia de demostrar que no: el parlamentario Richard Brinsley Sheridan, denunciando, a propósito de un crimen, la gratuidad con que las sospechas se habían vuelto hacia los irlandeses, refiere cómo los interpelaban de este modo: “¿Eres papista? Si niegas que eres papista, demuestra que no sabes persignarte” (tomado de E D. James y T. A. Critchley, La octava víctima, versión castellana en Ediciones B,Barcelona, 1993). Esta exígencia -que aquí, huelga decirlo, no era más que un provocador sarcasmo de matones- ilustra ejemplarmente la radical asimetría entre demostrar que sí y demostrar que no: sólo el que sabe persignarse puede demostrarlo. Es de esta misma imposibilidad de demostrar que uno no sabe persignarse de donde --antes y desde fuera de la convención jurídica que positivamente lo-establece- viene el principio de que el onus probandi recaiga sobre la parte acusadora. Pero he aquí que la propia imposibilidad de demostrar que no, que constituye el fundamento racional de tal norma jurídica, produce al mismo tiempo y por ese mismo fundamento una total falta de autoridad del inculpado en sus  protestas de inocencia.

INCIPIT 861. LOS NOMBRES / DON DELILLO

Durante largo tiempo me mantuve alejado de la Acrópolis. Su sombría masa me intimidaba. Prefería vagar por la ciudad moderna, ruidosa e imperfecta. El peso y la importancia de aquellas piedras labradas sugerían que su contemplación no habría de ser fácil. Demasiadas cosas convergen sobre ellas. Encierran todo aquello que hemos podido rescatar de la locura. Belleza, dignidad, orden, proporción ... una visita semejante conlleva ciertas obligaciones. Por otra parte, estaba la cuestión de su propio renombre. Me veía a mí mismo subiendo a través de las tortuosas calles de Plaka, dejando atrás las discotecas, las tiendas de bolsos, las hileras de butacas de bambú. Lentamente, surgiendo de la cima de cada cuesta en oleadas de sonido y color, los turistas paseaban en zapatillas a rayas, abanicándose con tarjetas postales, los helenófilos, ascendiendo trabajosamente, enormemente infelices, formando con su mezcolanza una fila ininterrumpida que conducía al monumental pórtico.
Qué ambigüedad hallamos en las cosas que exaltamos. Un poco, las despreciamos.

Una y otra vez, aplazaba mi visita. Las ruinas se elevaban sobre el rumor del tráfico como quién sabe qué monumento a una esperanza condenada. 

TURISTAS

Los nombres, Don De Lillo, p. 47
Mi vida se hallaba repleta de sorpresas rutinarias. Un día era un grupo de corredores de maratón esquivando a los taxis junto al Hilton de Atenas, y al siguiente doblaba una esquina en Estambul y me topaba con un gitano que llevaba un oso atado a una cuerda. Comencé a verme a mí mismo como un turista permanente. En cierto modo, resultaba agradable. Ser un turista equivale a escapar del control. Los fallos y los errores no te caen encima como sucede si permaneces en casa. Uno puede recorrer continentes y lenguas y paralizar temporalmente su sentido común. El turismo es un desfile de papanatismo. Se espera de ti que te comportes como un imbécil. Todos los mecanismos del pais anfitrión se encuentran diseñados para unos viajeros que obrarán de modo idiota. Uno se mueve en círculos, aturdido, dejándose las pestañas en mapas plegables. Uno no sabe cómo dirigirse a la gente, cómo llegar a ningún sitio, qué representa el dinero, qué hora es, qué debe comer ni cómo debe comerlo. La estupidez constituye un modo establecido de comportamiento, un estándar, una norma. Uno puede sobrevivir de este modo durante semanas y meses sin ser reprendido ni sufrir ninguna consecuencia directa por ello. Junto con miles de otras personas, uno disfruta de bulas y de amplias libertades. Junto con ellos, forma parte de un ejército de idiotas que, vestidos con ropas sintéticas de alegres colores, montan en camellos y se fotografían unos a otros agobiados por el cansancio, la sed y la disentería. Ninguno tiene que pensar en nada que no sea la próxima de sus absurdas actividades. 

ATICA

Los nombres, Don De Lillo, p. 143
Había ocasiones en que pensaba que Atenas era una negación de Grecia, un enmascaramiento literal de esta reminiscencia de sangre, de rostros que observan desde paisajes rocosos. A medida que crecía, la ciudad iría consumiendo la amarga historia que la rodeaba hasta que no quedara nada sino calles grisáceas y edificios de seis pisos con ropa tendida a secar en las azoteas. Luego, advertí que la propia ciudad era una invención de personas procedentes de lugares perdidos, personas reasentadas por la fuerza, huyendo de la guerra, de las masacres, las unas de las otras, hambrientas, necesitadas de trabajo. Iban exiliados a su hogar, a Atenas, que se extendía hacia el mar e iba cubriendo las colinas más bajas en dirección a la llanura ática, buscando su dirección. Una rosa de los vientos del recuerdo.

ATENAS

Los nombres Don De Lillo, p. 97
Las noches de verano pertenecen a los viandantes. Todo el mundo sale y se apelotona contra un escenario de cemento. Reconcebimos la ciudad corno una colección de espacios unitarios que la gente ocupa en un orden de sucesión establecido. Los bancos de los parques, las mesas de los cafés, los asientos de balancín de las norias de los parques de atracciones. El placer no es diversión, sino una urgente forma de existencia, un orden social que percibimos como temporal. La gente acude a ver películas proyectadas en solares desocupados y come en tabernas improvisadas según la topografía del terreno. Por las aceras, las azoteas y los patios, por las avenidas escalonadas y los callejones se esparcen sillas y mesas, y la música de los altavoces rasga la suavidad de la noche. Los automóviles, los jeeps, las motos y las motocicletas están en la calle, y uno escucha discusiones, radios, bocinas. Bocinas que campanillean, que pitan, que chillan, que organizan una fanfarria, bocinas que tocan melodías populares, jóvenes a la caza de romances veraniegos. Bocinas, neumáticos, tubos de escape en mal estado. Sentirnos que todo ese ruido es algo premonitorio. Nos anuncian que están en camino, que están cerca, que están aquí.
Tan sólo los parroquianos de los cafés permanecen ocultos, allí donde hay buena luz y pueden jugar al pinacle y al backgammon y leer periódicos de enormes titulares: su propia forma de ruido. Siempre están ahí, detrás de los ventanales, escépticos ante la cadencia de la vida. Y en invierno, seguirán ahí, en su sitio, arropados bajo sus sombreros y sus abrigos en las noches más frías, repartiendo naipes a través de la densa humareda.

No hay lugar en el que la gente no se encuentre absorta en conversación. Sentados bajo los árboles, bajo los toldos a rayas de las plazas, se inclinan sobre su comida y su bebida y dejan oír sus voces, oscuramente enmarañadas entre lamentos orientales que fluyen de las radios de los sótanos y las cocinas. La conversación es la vida; el lenguaje, el ser más profundo. Vernos cómo se repiten sus modelos, cómo los gestos arrastran las palabras. Percibimos la imagen y el sonido de seres humanos que se comunican. Se trata del habla corno definición de sí misma. El habla. Las voces que surgen de los portales y las ventanas abiertas, las voces de los balcones de estuco, el chófer que separa ambas manos del volante para gesticular mientras conversa. Toda conversación es una narración compartida, algo que se ve impulsado hacia delante, algo tan denso que no deja lugar para lo tácito, para lo estéril. El habla es incondicional, y sus participantes se sumergen en ella por completo.

INCIPIT 862. MIENTRAS NO CAMBIEN LOS DIOSES / SANCHEZ FERLOSIO

El desprestigio popular del espacio era completamente normal. Cuando las informaciones televisivas pretendían demostrar documentalmente que unos hombres habían arribado a la luna, la obligatoria obediencia al testimonio gráfico –más autoritario que una imposición dogmática- forzaba, por una parte, a los espectadores al acatamiento, mientras, por otra, el contenido mismo de ese testimonio les infundía el oscuro sentimiento de que, contra lo pretendido, nadie de este mundo había alcanzado de verdad la luna. Era un sentimiento que respondía, por lo demás, a una verdad de Pero Grullo: la luna es inhumana, y los hombres pueden alcanzarla tan sólo en la misma medida en  la que se mantengan apartados de ella. En efecto, el descomunal conjunto de las prótesis absolutamente indispensables -botas lastradas, trajes especialísimos, bombonas de oxígeno, escafandras, etc.-, neutralizando el medio lunar y trasladando o reproduciendo el terrestre, les permitían entrar en contacto con la luna justamente merced a su capacidad para mantenerlos apartados de ella. Si te pones un guante de goma y luego metes la mano en sosa cáustica, no puedes decir que has tocado sosa cáustica -no otra es la verdad de Pedro Grullo a que me refería. 

HUICHILOBOS

Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, Sánchez Ferlosio, p. 96
Uno de los motivos que más clamorosamente se esgrimieron por justificación de la conquista y la destrucción del Imperio Azteca por el ejército de Hernán Cortés fue el de acabar con el horror de los sacrificios humanos que aquellos pueblos ofrendaban a sus dioses. Entre esos dioses, parece ser que por patrono especial de la victoria de las armas y protector de la dominación era considerado y venerado Huichilobos. Huichilobos propiciaría la dominación de los aztecas sobre todos los pueblos circundantes  y, desde el altiplano, extendería las lindes del imperio hasta hacerlo llegar de mar a mar. Huichilobos era el fiador del altísimo destino reservado a los aztecas, el que guiaría las armas del naciente imperio de victoria en victoria hasta su coronación. Noche tras noche, por toda la extensión del agua inmóvil de la laguna en sombra, repercutía el oscuro y lúgubre zumbar de los tambores, cuando el gran Huichilobos recibía, saltando de un corazón recién partido, su oblación de sangre. Pero él se gozaría en el sacrificio, alegraría su corazón noche tras noche, y un día les concedería todo un imperio. La inquebrantable fe de los aztecas en la conexión mítica por la que se tramitaba la función de intercambio entre aquellos sacrificios de víctimas humanas y el imperio que aquel gran Huichilobos pondría al fin en sus manos convirtió la defensa y la resistencia de Tenotichlán en una de las más heroicas y más desesperadas epopeyas que se conozcan de un pueblo vencido. ¿En nombre de qué destruisteis la gran ciudad de la laguna, la incomparable Venecia de Ultramar? ¿Qué Dios hacedor de imperios como instrumentos de su providencia invocáis por consentidor de tan incontables muertes y martirios por ejercicio de la dominación, designada para autora de las grandes creaciones de la Historia? ¿En qué ara sacrosanta de la Historia pudo verse inmolada con sus gentes nada menos que la entera ciudad de Tenotichlán? Si a la condición misma de la Historia hacéis pertenecer la eternidad del sacrificio, junto a lo ineluctable de su necesidad; si al sacrificio mismo hacéis ya activo mediador, ya positivo instrumento imprescindible de las grandes creaciones de la Historia, ¿en nombre de qué, ¡por Dios crucificado!, pudo agraviaros, campeones de la Historia y la dominación, la ferviente oblación de sangre derramada sobre el ara de aquel gran Huichilobos, hacedor de imperios? ¿No es acaso aquel mismo cruento Huichilobos, hoy viejo, aniquilado y recambiado de nombre y de figura, multiplicada por mil su sed de sangre, este dios de la Historia que invocáis y en cuyo nombre acatáis el sacrificio y su necesidad? ¡En esto ha venido a dar tanto aspaviento, tanto horror al sangriento Huichilobos, tanto martirio sobre el pueblo azteca, tanta saña contra la gran Tenotichlán! En que al cabo los dioses no han cambiado ... ni nada haya cambiado.

PIRRO, REY DEL EPIRO

Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, Sánchez Ferlosio, p. 83
Pirro, el rey del Epiro, tenía –según cuenta Plutarco en la vida que le dedica- un amigo tesaliano llamado Cíneas, a quien tenía, por su talento, en la mayor estima, «Cíneas, pues –sigue literalmente Plutarco-, como viese a Pirro acalorado con la idea de marchar a Italia, en ocasión de hallarle desocupado le movió esta conversación: 'Dícese, oh Pirro, que los romanos son guerreros e imperan a muchas naciones belicosas; por tanto, si Dios nos concediese sujetarlos, ¿qué fruto sacaríamos de esta victoria?' Y que Pirro le respondió: 'Preguntas, oh Cíneas, una cosa bien manifiesta, porque, vencidos los romanos, ya no nos quedaba allí ciudad ninguna, ni bárbara, ni griega, que pueda oponérsenos, sino que inmediatamente seremos dueños de toda Italia, cuya extensión, fuerza y poder menos pueden ocultársete a ti que a ningún otro'. Detúvose un poco Cíneas y luego continuó: 'Bien, y tomada Italia, oh Rey, ¿qué haremos?' Y Pirro, que todavia no echaba de ver adónde iba a parar: 'Allí cerca -le dijo- nos alarga las manos Sicilia, isla rica, muy poblada y fácil de tomar, porque todo en ella es sedición, anarquía de las ciudades e imprudencia de los demagogos desde que faltó Agatocles'. 'Tiene bastante probabilidad lo que propones -contestó Cíneas-, ¿pero será ya el término de nuestra expedición tomar a Sicilia ?' 'Dios nos dé vencer y triunfar -dijo Pirro-, que tendremos mucho adelantado para mayores empresas; porque ¿quién podría no pensar después en Africa y en Cartago, que no ofrecería dificultad, pues que Agatocles, siendo un fugitivo de Siracusa y habiéndose dirigido a ella ocultamente con muy pocas naves, estuvo casi en nada el que la tomase? Y dueños de todo lo referido, ¿podrá haber alguna duda de que nadie nos opondrá resistencia de los enemigos, que ahora nos insultan?' 'Ninguna -replicó Cíneas-; sino que es muy claro que con facilidad se recobrará la Macedonia y se dará la ley a Grecia con semejantes fuerzas; pero después de que todos nos esté sujeto, ¿qué haremos?' Entonces Pirro, echándose a reir, 'descansaremos largamente -le dijo- y pasando la vida en continuos festines y en mutuos coloquios, nos holgaremos'. Después que Cíneas trajo a Pirro a este punto de la conversación: 'Pues ¿quién nos estorba -le dijo- si queremos, el que desde ahora gocemos de esos festines y coloquios, supuesto que tenemos sin afán esas mismas cosas a que ha]:,remos de llegar entre sangre y entre muchos y grandes trabajos y peligros, haciendo o padeciendo innumerables males?'»

HISTORIA UNIVERSAL

Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, Ferlosio, p. 36
Los golpes de la espada no son, en modo alguno, accidentes que ocurran durante los trabajos de construcción de una nación, sino la propia y normal actividad del instrumento idóneo para levantarla. Las heridas que se reciben y se infieren durante la batalla no son el precio que hay que pagar por la victoria, sino el medio de ganarla o de pederla. El derramamiento de sangre que ha inundado -y, a la vez, ha hecho- su historia no es el precio que ha habido que pagar por la creación de Francia, sino el impulso, el procedimiento y la argamasa con que ha sido creada. Quiero decir que aquí estamos ante una verdadera relación de causa a efecto y una verdadera relación de medio a fin entre la sangre derramada y la patria construida; aquí, pues, la relación de intercambio, la relación sacrificial, no sustituye sino que se superpone, dado que es bien patente hasta qué punto se habla de «sacrificios" con respecto a los sufrimientos por la patria. El artificioso giro de pasarse sin más de la invención, fabricación y prueba de artefactos pirotécnicos a la formación histórica de pueblos y naciones, manteniendo, no obstante, subrepticiamente unívocas respecto de ambos casos las expresiones prix de sang y sacrifice, lleva tal vez por único designio el de hacernos sentir más apropiadas y menos sospechosas las dichas expresiones, hasta dejarlas indistintamente homologadas en orden de razón tanto aplicadas al accidente técnico del Challenger como aplicadas a la historia de los pueblos y la creación de las naciones; pues la Historia es, por cierto, y sobre todo la Historia Universal, la que más generosa, contundente e indiscutiblemente abona, ratifica y legitima la concepción, universalmente atacada, de la necesidad del sacrificio

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