De El balcón en invierno de Luis Landero, p.129-130
Siempre me ha intrigado, como un
rasgo significativo y misterioso de la psicología humana, que la vida de diario
encuentre un cauce para seguir fluyendo como si tal cosa durante las guerras,
que los niños sigan jugando, los músicos haciendo música, los bailarines danzando,
los escritores (que acaso ni siquiera hacen mención en sus libros al momento
histórico que viven) escribiendo, las muchachas poniéndose guapas, los novios bailando
incansablemente a media luz ... Es inquietante, y reveladora de los fondos
turbios de nuestra alma, la facilidad que a veces tenemos para convivir con el
horror y para reajustar o acomodar a las circunstancias, de un día para otro,
nuestra tabla usual de valores.
En estos casos, siempre me acuerdo
de la siguiente historia. Dos jóvenes filósofos alemanes se encuentran un día
de finales de julio de 1914. ¿ye has enterado ya de lo sucedido?, pregunta
Falkenfeld, trémulo de ansiedad. Sí, claro, Sarajevo, dice Herbert Marcuse, que
es quien cuenta el suceso. No, no, dice Falkenfeld, escandalizado, que mañana
se suspende el seminario de Rickert. ¿Qué pasa, que está enfermo? No, es por la
amenaza de la guerra. Y precisamente mañana me tocaba a mí exponer el trabajo
sobre Kant. Falkenfeld fue llamado a filas. Me va bien, como siempre, le
escribe a Marcuse desde las trincheras, solo que el ruido de los cañones me ha
dejado casi sordo. Más abajo dice: Sigo opinando que la tercera antinomia de
Kant es más importante que toda esta guerra mundial. Más abajo especula sobre
la posibilidad de que una granada francesa hiera su cuerpo empírico, y acaba
diciendo: iViva la filosofla trascendental!
A Falkenfeld lo mataron en el frente
poco tiempo después.
Cuando conocí esta historia,
pensé de inmediato en mi padre, que regresó de la guerra derrotado no por la armas
sino por las letras, por la visión alucinada de una realidad desconocida y ni siquiera imaginada
o soñada hasta entonces por él. Descubrió el ancho mundo, y con él el progreso,
los prodigios de la modernidad, las complejidades y el brillo de la vida
urbana, la invitación a la aventura de los barcos que zarpan hacia los confines
oceánicos, y la ilustración y el saber, claro está: el hombre que sabía hablar
en francés o en inglés, el que sabía tocar el acordeón o la guitarra, el que
sabía hacer versos, el que sabía expresarse con una elocuencia que te
embelesaba y persuadía ya de antemano, el que sabía escribir a máquina con
todos los dedos a la velocidad del rayo, el que sabía ser ingenioso, el que sabía
pintar, el que sabía juegos de manos, el que sabía de mecánica, de medicina, de
leyes, de política ...
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