Una biblioteca sin límites
precisos en la que nunca se encuentra el libro que se está buscando pero en la
que siempre se encuentra el libro que debería buscarse.
Una biblioteca que, a veces, se deja caer (hay
casos documentados) y, mientras éstos extraen o agregan un libro, aplastan a
sus duelos hasta una muerte que no es feliz pero, seguro, hay muertes peores,
formas mucho más vulgares y menos ilustradas de morir sepultado.
Una biblioteca que, de tanto en
tanto, deja caer el fruto maduro de un libro al suelo, como empujado por la
mano de un fantasma o de su dueño, que no es un fantasma exactamente pero ... Y
el libro se abre y allí se lee, por ejemplo, como ahora mismo, subrayado hace
años por una de esas fibras de tintas que resaltan todo con un brillo casi
lunar, algo como “No te enojes porque nuestros personajes no siempre tengan los
mismos rostros; así están siendo fieles a la vida y a la muerte". O algo
como “Está el folklore, están los mitos, están los hechos, y están todas esas
preguntas que permanecen sin respuesta”. Y, aliado de esa frase atrapada en un
globo de cómic que no conecta con ninguna boca, la irregular letra imprenta
manuscrita y pequeña pero tan leíble, tan leída. Letra de alguien que siguió
escribiendo a mano a pesar de teclados cada vez más livianos y blandos y
plasmáticos. Letra más de científico loco que de médico cuerdo (¿Slow Writer
Sans SerifBold?), añadiendo, en tinta roja junto a la cita en negro sobre
blanco, un “Y esas preguntas sin
respuesta no son otra cosa que el folklore y los mitos y los hechos de una vida
privada, muy privada: PLEASE, DO NOT DISTURB”.
Una biblioteca con libros
cubiertos de polvo. Polvo doméstico que, en un 90 por ciento, no es otra cosa
que materia muerta desprendiéndose de seres humanos y que, dicen, es factor
clave para la buena conservación de los libros. Así que no desempolvados del
todo ni demasiado seguido y, ah, justicia poética y justicia literaria:
nosotros nos deshacemos para que los libros se mantengan enteros y del polvo de
nuestras historias venimos y al polvo sobre los libros volvemos. Volvemos a una
biblioteca -como toda biblioteca- frente a la que uno puede pararse como contemplando
las ruinas nobles de un mundo perdido o los materiales nuevos de un mundo a encontrar.
Una biblioteca a la que, de tanto
en tanto, por accidente y como después de un accidente, desorientados por el
shock del impacto, llega alguien para quien los libros y, sobre todo, la
acumulación de libros, es un incomprensible misterio. Porque para demasiadas
personas los libros se usan y se gastan y qué sentido tiene conservarlos.
Ocupan tanto lugar, hay que sostenerlos y pesan, son tan sucios y, aunque no se
diga en voz alta, los libros son demasiado baratos para ser algo bueno y
provechoso, se susurra. Y, así, una biblioteca que bien puede provocar entre
los visitantes accidentales -con una curiosa mezcla de respeto, inquietud y
desprecio, como si se refiriesen a invulnerables y abundantes cucarachas, a una
plaga o a un virus- un “Pero ¿has leído todos estos libros?”. Visitantes que
preguntan eso porque no se atreven a preguntarse lo que en realidad no quieren
saber: «¿Cómo es que yo he leído tan pocos libros? ¿Cómo es que en mi casa apenas
hay libros y casi todos son de fotos y algunos de fotos de casas con
bibliotecas en las que apenas hay libros salvo libros de fotos y por qué en el
lugar de libros, de libros con letras, en sus lugares, hay demasiadas fotos de
personas a las que se supone que debo querer incondicionalmente pero cuando lo
pienso un poco, con un par de copas encima, la verdad es que me parecen casi
todos unos verdaderos y auténticos ... ?”. Son éstos los mismos turistas
maleducados -a los que no les produce ninguna extrañeza la cantidad de cruces
en las iglesias o de billetes en los bancos o de comida en los mercados- que se
sienten tan cordiales y satisfechos y
supuestamente interesados, pero manteniendo una distancia de seguridad, por la
inquietante fauna local cuando, a continuación, te preguntan “¿De qué tratan
tus libros?”. Y, sí, es para ellos que se ha inventado el status del libro electrónico
donde -¡aleluya y eureka!- se ha conseguido hacer comulgar a la televisión con
la impresión: para descargar y no cargar, para adquirir y acumular y no abrir
ni pasar página. Y para que -tan satisfechos de que dos mil títulos puedan ser levantados
por una sola mano-los libros no estén todo el tiempo ahí, a la vista,
recordando con su atronador silencio todo lo que no se ha leído ni se leerá.
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