Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

SEPTIEMBRE DE 1964

De El balcón en invierno de Luis Landero, p.58-59
gato, a pobres hervores de cocina, a caramelos medicinales, a ambientador barato de cine, a colillas muy chupeteadas y apuradas y a tabaco rubio americano, a los cables eléctricos recalentados de los tranvías y a gasolina mal quemada, a todo eso olería en aquella noche de verano de hace ya tantos años. Enfrente, todavía iluminadas sus ventanitas de cristales por una luz pobre y sucia, estaba el quiosco del señor Emilio, donde yo compraba cigarrillos sueltos y alquilaba por 50 céntimos novelas policíacas y del Oeste, además de todo tipo de tebeos. Aquellas eran casi todas mis lecturas de entonces.
Ahí en la Central tienes un buen sueldo y un buen futuro. Ser oficinista es bonito. Es un trabajo fino y para toda la vida. iCuántos quisieran!
Yo ganaba 2400 pesetas al mes. Entonces, el sueldo mínimo era de 1800 pesetas, una gabardina costaba entre 250 y 300 pesetas, el periódico, 2 pesetas, un cigarrillo rubio americano, 1,20 o 1,50, imposible acordarse.

Yo tenía ya para entonces algunas experiencias laborales. Como era muy mal estudiante, y para que comprobase por mí mismo lo duro que era ganarse la  vida, a los catorce años mi padre me sacó del colegio y me puso a trabajar de chico para todo en una tienda de ultramarinos que había junto a la plaza del Marqués de Salamanca. Eran unas mantequerías de lujo, acordes con el barrio, muy grandes, impresionantes en la presentación y abundancia de los productos. Y qué de cosas había allí. Cosas que yo no había visto nunca, ni imaginado, y que ni siquiera conocía de oídas, acostumbrado como estaba a las austeras comidas campesinas del pueblo y a las menesterosas y nutritivas de Madrid. Muy bien expuestos tras las amplias y luminosas vitrinas acristaladas de los mostradores, había cortes maravillosos de ternera asada, de rosbif, de chuletas de Sajonia, de salami, de sobrasada, de butifarra, de jamón de Parma y de Virginia, de asado de gallo relleno de bogavante, de mortadela, de pavo con melocotones, con pistachos, con arándanos, con bayas de mirto, con trufas, con ciruelas y piñones, con setas, y había todo tipo de salchichas, de Viena, de Frankfurt, de Lyon, de Bolonia, de hígado con hierbas, y todo tipo de pasteles y hojaldres, de carne, de merluza, de berberechos, de langosta, de pulpo, de aguacate con gambas, de sesos de liebre, de mollejas de alondra, de fricasé, de sardinas con salsa de ostras, y una sección sola para los encurtidos, y otra para los quesos, que los había de todo el mundo, y otra para las especias, y aquí y allá se leían, finamente caligrafiados a mano en las etiquetas, sabores impensables, vinagre de violetas, de frambuesa o de menta, castañas en almíbar de tomillo, cangrejos con rosas glaseadas, pepinillos aromatizados con manzanas agridulces y lágrimas escarchadas de jazmín, faisán con mermelada de cebolla, sopa de galápago con huevos de codorniz, perdices con chocolate, tuétano de jabalí con ajo confitado, y por todos lados variedades infinitas de conservas, de escabeche, de ahumados, de salpicones, de canapés, de salsas, de zumos, de helados, de pasteles, de dulces

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