De El héroe discreto de Mario
Vargas Llosa, p.275
¿Siempre habría sido así?
¿También de niña? No se atrevió a preguntárselo. Pero había comprobado que, con
el paso de los años, ese prurito, manía o fatalidad, se acentuaba, al extremo
de que Rigoberto, algunas veces, pensaba estremeciéndose que tal vez llegaría
el día en que Lucrecia, con la misma benignidad del personaje de Melville,
contrajera la letargia o indolencia metafísica de Bartleby y decidiera no
moverse más de su casa, a lo mejor de su cuarto y hasta de su cama. «Miedo a
dejar el ser, a perder su ser, a quedarse sin su ser>, volvió a decirse. Era
el diagnóstico a que había llegado sobre las demoras de su esposa. Pasaban los
segundos y Lucrecia no asomaba. La había llamado ya tres veces en voz alta,
recordándole que se hacía tarde. Sin duda, con la angustia y los nervios
alterados desde que recibió la llamada de Armida anunciándole la súbita muerte
de Ismael, aquel pánico a quedarse sin ser, a dejarlo olvidado como un paraguas
o un impermeable si se iba, se había agravado. Se seguiría demorando y llegarían tarde al funeral
No hay comentarios:
Publicar un comentario