Es una revelación cotejar el don
Quijote de Menard con el de Cervantes. Este, por ejemplo, escribió (Don
Quijote, primera parte, noveno capítulo) :
.. .la verdad, cuya madre es la
historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado,
ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir .
Redactada en el siglo diecisiete,
redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa enumeración es un mero elogio
retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
.. .la verdad, cuya madre es la
historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado,
ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, madre de la verdad;
la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una
indagación de la realidad, sino como su origen. La verdad histórica, para él,
no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales –ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir-
son descaradamente pragmáticas. También
es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard
-extranjero al fin- adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que
maneja con desenfado el español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que
no sea finalmente inútil. Una doctrina filosófica es al principio una
descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo
--cuando no un párrafo o un nombre- de la historia de la filosofía. En la
literatura, esa caducidad final es aún más notoria. El Quijote -me dijo Menard-
fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia
gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y
quizá la peor.
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