Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

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Mi abuela me manifestaba —porque ahora me interesaba extraordinariamente por el golf y el tenis y dejaba escapar la ocasión de ver trabajar y oír discurrir a un artista que era, como sabía ella, uno de los más grandes— un desprecio que me parecía deberse a cierta estrechez de miras. En otro tiempo había yo vislumbrado en los Campos Elíseos —y después había comprendido mejor— que, al estar enamorados de una mujer, proyectamos simplemente en ella un estado de nuestra alma, que, por consiguiente, lo importante no es el valor de la mujer, sino la profundidad de ese estado, y que las emociones que nos infunde una muchacha mediocre pueden permitirnos hacer remontar a nuestra conciencia partes más íntimas de nosotros, más personales, más lejanas, más esenciales, que el placer que nos brinda la conversación de un hombre superior o incluso la contemplación admirativa de sus obras .
Tuve que acabar obedeciendo a mi abuela con tanto más enojo cuanto que Elstir vivía bastante lejos del malecón, en una de las avenidas más nuevas de Balbec. El calor del día me obligó a tomar el tranvía que pasaba por la Rue de la Plage y me esforcé en pensar que estaba en el antiguo reino de los cimerios, en la patria tal vez del rey Marco o en el bosque de Brocelandia, y no mirar el lujo de pacotilla de las construcciones que se alzaban ante mí, la más suntuosamente fea de entre las cuales tal vez fuera la quinta de Elstir, pese a lo cual la había alquilado, porque —de todas las de Balbec— era la única que podía ofrecerle un gran taller.
También desviando la vista crucé el jardín, que tenía un césped —de menor tamaño, como en la casa de cualquier burgués en las afueras de París—, una estatuilla de jardinero galano, bolas de cristal en la que podías contemplarte, orlas de begonias y un pequeño cenador bajo el cual había unas mecedoras delante de una mesa de hierro. Pero, después de todos aquellos accesos impregnados de fealdad ciudadana, ya no presté atención a las molduras de color de chocolate de los plintos, cuando estuve en el taller; me sentí profundamente feliz, pues mediante todos los estudios que me rodeaban sentí la posibilidad de elevarme a un conocimiento poético, preñado de gozos, de numerosas formas que hasta entonces no había yo aislado del espectáculo total de la realidad. Y el taller de Elstir me pareció como el laboratorio de una nueva creación del mundo, en el que —a partir del caos que son todas las cosas que vemos— había obtenido —pintándolos en diversos rectángulos de tela situados en todos los sentidos— una ola del mar—aquí— que estrellaba encolerizada su espuma lila sobre la arena y un joven —allá— con traje de dril blanco y acodado en el puente de un barco. La chaqueta del joven y la ola aplastante habían cobrado una dignidad nueva por seguir existiendo, aunque privados de aquello en lo que —se suponía— consistían, pues ésta ya no podía mojar ni aquélla vestir a nadie.
En el momento en que entré, el creador estaba acabando, con el pincel que sostenía en la mano, la forma del sol en el ocaso.
Las persianas estaban cerradas por casi todos los lados, el taller estaba bastante fresco y —salvo en un punto en el que la claridad fijaba en la pared su decoración Resplandeciente y pasajera— obscuro; sólo estaba abierta una ventanita rectangular enmarcada de madreselva que, tras un trecho de jardín, daba a una avenida; de modo que la atmósfera de la mayor parte del taller estaba obscura, transparente y compacta en su masa, pero húmeda y brillante en las aberturas en las que la bordeaba la luz, como un bloque de cristal de roca una de cuyas caras, ya tallada y pulida, brilla, aquí y allá, como un espejo y se irisa. Mientras Elstir seguía —así se lo rogué— pintando, yo circulaba por aquel claroscuro y me detenía ante un cuadro y después ante otro.
La mayoría de los que me rodeaban no eran lo que más me habría gustado ver de él, las pinturas pertenecientes a sus estilos primero y segundo, como decía una revista de arte inglesa que se encontraba sobre la mesa del salón del Grand-Hótel: el estilo mitológico y aquel en el que había recibido la influencia del Japón, admirablemente representados los dos, según decían, en la colección de la Sra. de Guermantes. Naturalmente, lo que había en su taller eran sólo marinas realizadas allí, en Balbec.

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