CAPÍTULO UNO
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Oyó el taconeo de su madre sobre el parqué del pasillo. Los pasos se acercaban y pronto se abriría la puerta y, entonces, el fuerte olor a perfume francés, la caricia de la piel o, quizás, el toque áspero del encaje negro y el beso de despedida. Ana odiaba que sus padres salieran de noche. Sus abuelos, al otro lado del enorme piso, no la protegerían de los amenazadores ruidos nocturnos, los crujidos de la madera, las miradas del iracundo rey de espadas que presidía uno de los salones.
—Mamá, ¿te vas? ¿A qué hora volveréis?
— Pronto, no te preocupes. Estáis con los abuelos. Y Clara también está contigo.
—Dame otro beso.
Sabía que no era verdad. Que su hermana Clara iba a aprovechar la salida de sus padres para salir de casa a escondidas. Ana idolatraba a Clara. Su forma de peinarse el largo cabello negro. La manera de entrar, con seguridad, en las habitaciones llenas de gente, protegida, tal vez, por una miopía que raras veces revelaba poniéndose las gafas. Los libros que leía Clara eran devorados, a su vez, por Ana, que, a sus once años, hubiera preferido que su hermana se dedicara a las novelas rosa en lugar
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Te quiero más que a la salvación de mi alma

Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
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