Baumgartner, Paul Auster, p. 144
Nada que hacer, piensa, nada en
absoluto. La pérdida de memoria a corto plazo forma inevitablemente parte de
hacerse viejo, y si no es olvidarse de subirse la cremallera, es ir a registrar
la casa en busca de las gafas de lectura mientras las llevas en la mano, o
bajar a realizar dos pequeñas tareas, coger un libro del salón y servirse un
vaso de zumo en la cocina para luego volver a la planta de arriba con el zumo
pero no con el libro, o si no con nada, porque una tercera cosa te ha distraído
en la planta baja y has vuelto arriba con las manos vacías y habiendo olvidado
para qué bajaste en un principio. No es que no le pasaran esas cosas cuando era
joven, o que no olvidara el nombre de esa actriz, de aquel escritor o del
secretario de Comercio, pero cuanto más viejo te haces, con mayor frecuencia te
ocurren esas cosas, y si empiezan a suceder tan a menudo que ya apenas sabes
dónde estás y no puedes realizar un seguimiento de tus últimos pasos, estás
acabado, aún vivo, pero acabado. Antes lo llamaban senectud. Ahora, demencia
senil, pero de un modo u otro, Baumgartner es consciente de que si al final
acaba así, aún le queda bastante camino por recorrer.
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