Días de lectura, Marcel Proust, p. 132
Para mí, la memoria voluntaria,
que es sobre todo una memoria de la inteligencia y de los ojos, sólo nos da del
pasado aspectos sin veracidad, pero si un olor, un sabor recuperados en
circunstancias muy diferentes, despiertan en nosotros a nuestro pesar el
pasado, nos damos cuenta de hasta qué punto este pasado era diferente de lo que
creíamos recordar, lo que dibujaba nuestra memoria voluntaria, como los malos
pintores, con colores sin veracidad. En este primer volumen, el narrador, que
habla en primera persona (y que no soy yo) recupera de repente años, jardines,
seres olvidados en el sabor de un sorbo de té en el que ha mojado un trozo de
magdalena; sin duda lo recordaba todo, pero sin color, sin encanto. He podido
hacerle decir que, como en el juego japonés en el que sumergirnos tenues bolas
de papel que, una vez dentro de la taza, se estiran, se retuercen se convierten
en flores y personajes, todas las flores de su jardín y los nenúfares del
Vivonne, y la buena gente del pueblo, y las casitas, la iglesia y todo Combray
y sus alrededores, todo ello toma forma, se vuelve sólido y brota, con la
ciudad y los jardines, de la taza de té.
Yo creo que el artista sólo
debería pedir a los recuerdos involuntarios la materia prima de su obra. En primer
lugar, precisamente porque son involuntarios, se forman solos, atraídos por una
semejanza de -un instante, tienen un cuño de autenticidad. Además, nos devuelven
las cosas en una dosificación exacta de la memoria y del olvido. Finalmente,
como nos hacen saborear la misma sensación en circunstancias muy diferentes, la
liberan de toda contingencia, nos devuelven su esencia extratemporal, que es
precisamente el contenido de la belleza del estilo, esa verdad universal y necesaria
que sólo traduce precisamente la belleza del estilo.
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