Días de lectura, Marcel Proust, p. 59
Tal vez no haya días más
plenamente vividos en nuestra infancia que aquellos que creímos dejar pasar sin
vivirlos, aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos. Todo lo
que al parecer los llenaba para los demás y que nosotros apartábamos como un
obstáculo vulgar ante un placer divino: el juego para el cual venía a buscarnos
un amigo en medio del pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol
molestos que nos hacían levantar los ojos de la página o cambiar de sirio, la merienda
que nos habían obligado a llevarnos y que dejábamos en el banco a nuestro lado,
sin tocarla, mientras encima de nuestra cabeza el sol iba perdiendo fuerza en
el cielo azul, la cena para la cual teníamos que regresar y durante la cual
sólo pensábamos en subir enseguida para terminar el capítulo interrumpido; todo
eso, de lo cual la lectura habría debido impedirnos ver todo lo que no fuese la
inoportunidad, la lectura al contrario lo grababa en nosotros como un recuerdo
tan dulce (mucho más precioso para nosotros ahora que lo que entonces leíamos
con amor) que, si alguna vez hoy volvemos a hojear esos libros de antaño, ya
sólo lo hacemos como si fuesen los únicos almanaques que hemos conservado del
pasado y con la esperanza de ver reflejados en sus páginas estanques y
caserones que han dejado de existir.
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