El organismo vivo más grande del mundo es un hongo de ochocientas noventa hectáreas. Vive en un bosque de Oregón, Estados Unidos. Empezó siendo una única espora, apenas del tamaño de una bacteria. Invisible. Después, lo conquistó todo. Infectó suelo y árboles con sus filamentos, hizo de sus vidas un hogar. Casi letal: una fuerza que primero invade y arrebata y luego consuela y ayuda.
En el año 2000 científicos
estadounidenses descubrieron que se trataba de un único espécimen. Árboles
perennes milenarios morían en distintas partes del bosque a kilómetros de
distancia, sin motivo. Una civilización más antigua podría haber pensado que se
trataba de la obra de un dios, justo o cruel, que exigía la muerte de un árbol
como sacrificio o necesidad. Tal vez solo por capricho. Los americanos buscaron
una causa común, y allí estaba: el mismo ADN, firmándolo todo. Una repetición
perpetua de la misma enfermedad, que hacía del bosque un cuerpo único, perfecto.
Por su tamaño, dice la revista,
debe llevar unos dos mil quinientos años sobre la Tierra. A pesar de esto,
nadie nunca se ha preocupado de darle un nombre propio, como sí lo tienen otros fenómenos más fugaces pero agresivos.
Tifones, huracanes. Solo tiene el de especie: Armillaria ostoyae.
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