Un bárbaro en París., Vargas Llosa, p. 148
Será difícil, para los que
conozcan a Sartre sólo a través de sus libros, saber hasta qué punto las cosas que
dijo, o dejó de decir, o se pensó que podía haber dicho, repercutían en miles
de miles de personas y se tornaban, en ellas, formas de comportamiento,
«elección » vital. Pienso en mi amigo Michael, que ayunó y salió semidesnudo al
invierno de París hasta volverse tuberculoso para no ir a pelear en la «sucia
guerra» de Argelia, y en mi buhardilla atiborrada de propaganda del FLN
argelino que escondí allí porque «había que comprometerse».
Por Sartre nos tapamos los oídos
para no escuchar, en su debido momento, la lección política de Camus, pero, en
cambio, gracias a Sartre y a Les Temps Modernes nos abrimos camino a través de
la complejidad del caso palestino-israelí que nos resultaba desgarrador. ¿Quién
tenía la razón? ¿Era Israel, como sostenía buena parte de la izquierda, una
simple hechura artificial del imperialismo? ¿Había que creer que las
injusticias cometidas por Israel contra los palestinos eran moralmente
idénticas a las cometidas por los nazis contra los judíos? Sartre nos salvó del
esquematismo y la visión unilateral. Es uno de los problemas en que su posición
fue siempre consistente, lúcida, valerosa, esclarecedora. Él entendió que podía
haber dos posiciones igualmente justas y sin embargo contradictorias, que tanto
palestinos como israelíes fundaban legítimamente su derecho a tener una patria
y que, por lo tanto, había que defender la tesis -que parecía entonces
imposible, pero que ahora, gracias a Egipto, ya no lo parece tanto- de que el
problema sólo se resolvería cuando Israel consintiera en la creación de un
Estado palestino y los palestinos, por su parte, reconocieran la existencia de Israel.
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