V13, Emmanuel Carrère, p. 135
Los que seguimos el juicio ya empleamos el término como si fuera algo que conociéramos de toda la vida. Algunos abogados abusan de la expresión. En vez de decir «mentira» dicen taqiyya, que es más fino. Sin embargo, la taqiyya no es exactamente lo mismo que la práctica totalmente habitual de que un acusado mienta al juez de instrucción. Históricamente, la taqiyya es el fingimiento que practica el creyente cuando no tiene la libertad de vivir su religión a la luz del día. Así lo hacían los musulmanes y los chiitas bajo los califas abasidas del siglo VIII, y los musulmanes y los judíos marranos en la España católica del siglo XV. Los yihadistas de hoy, que se mueven como submarinos en una sociedad a la que odian y que aspiran a destruir, han convertido este fingimiento en una segunda piel. Para engañar a los infieles hay que mezclarse con ellos, aparentar que son musulmanes amables, deseosos de rezar sin molestar a nadie, en el respeto del pacto republicano. La taqiyya es un poderoso motor de paranoia que angustia las noches de jueces y policías antiterroristas: tener un aspecto inofensivo, o sinceramente arrepentido, ¿no constituye la prueba de que eres monstruosamente peligroso? Es como en la vieja película de ciencia ficción de los años cincuenta La invasión de los ladrones de cuerpos, donde extraterrestres maléficos toman posesión, uno tras otro, de los habitantes de una aldea pacífica. Nada permite distinguir a los verdaderos terrícolas, si aún quedan, de quienes los han reemplazado. Detrás del rostro familiar de tu vecino puede esconderse un frío monstruo. En su versión rigorista, el islam prohíbe tomar alcohol, fumar, jugar en un casino, perseguir faldas, escuchar música. ¿Qué hará, para dar el pego, un yihadista que se apresta a actuar? Tomar alcohol, fumar, jugar en el casino, perseguir faldas, escuchar música, como los kamikazes del 11 de septiembre o, en nuestro caso, como Salah Abdeslam.
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