La piedra de la locura, Benjamin Labatut, p. 23
Yo sentí esto con particular
intensidad en Chile, el país donde vivo: aquí, luego de los años de pesadilla
de la dictadura de Pinochet, todos nos sumamos a la fila, bajamos la cabeza y
seguimos las reglas. No había más que un camino por donde avanzar, y
prácticamente nadie se atrevió a cuestionar lo que estaba pasando a medida que
una forma de capitalismo neoliberal especialmente perversa empezaba a adueñarse
de nuestra nueva democracia, enredando todas las hebras de nuestro tejido
social alrededor de sus garras. Casi todos nos quedamos callados, porque casi
todos sentíamos miedo. Miedo al cambio, miedo a volver a la bestialidad, miedo
a que regresaran los hombres armados en medio de la noche, miedo a que abrieran
nuestras puertas a patadas y nos arrastraran a las cámaras de tortura que los
servicios secretos habían dejado esparcidas a lo largo del país, al interior de
casas que, si uno las viera de reojo, juraría a pies juntillas que eran hogares
comunes y corrientes, sin saber que en su interior habían ocurrido escenas infernales
que ni siquiera Lovecraft podría haber imaginado. Jóvenes y ancianos, mujeres embarazadas,
niños y niñas pequeñas: la electricidad fluyó a través de todos, mientras que perros
y ratas fueron entrenados para hacer cosas indescriptibles. Sin embargo, los
militares no volvieron. Pinochet finalmente murió, y entramos en un largo
periodo de calma y normalidad.
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