¿Para qué lo habría llamado ese miembro de la élite intelectual del Perú, José Durand Flores? Le habían dado el recado en la pulpería de su amigo Collau, que era también un quiosco de revistas y periódicos, y él llamó a su vez pero nadie contestó el teléfono. Collau le dijo que el aviso lo había recibido su hija Mariquita, de pocos años, y que quizás no había entendido los números; ya volverían a telefonear. Entonces comenzaron a perturbar a Toño esos animalitos obscenos que, decía él, lo perseguían desde su más tierna infancia.
¿Para qué lo había llamado? No lo
conocía personalmente, pero Toño Azpilcueta
sabía quién era José Durand Flores. Un escritor reconocido, es decir, alguien a
quien Toño admiraba y detestaba a la vez pues estaba allá arriba y era
mencionado con los adjetivos de «ilustre letrado» y «célebre crítico», los
acostumbrados elogios que tan fácilmente se ganaban los intelectuales que en
este país pertenecían a eso que Toño Azpilcueta denominaba «la élite». ¿Qué
había hecho hasta ahora ese personaje? Había vivido en México, por supuesto, y
nada menos que Alfonso Reyes, ensayista, poeta, erudito, diplomático y director
del Colegio de México, le había prologado su célebre antología Ocaso de
sirenas, esplendor de manatíes, que le editaron allá.
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