Un verdor terrible, B Labatut, p. 26
Pero la manzana nunca fue
examinada para probar la hipótesis del suicidio (aunque sus semillas contienen una
sustancia que libera cianuro de forma natural; bastaría medio tazón de ellas
para matar a un ser humano) y hay quienes creen que Turing fue asesinado por el
servicio secreto británico, a pesar de que había liderado el equipo que rompió
el código con que los alemanes cifraban sus comunicaciones durante la Segunda Guerra
Mundial, algo que fue decisivo en la victoria aliada. Uno de sus biógrafos
plantea que las ambiguas circunstancias de su muerte ( como la presencia de un
frasco con cianuro en su laboratorio casero, o la nota manuscrita que dejó en
su velador, la cual solo contenía el detalle de las compras que pensaba hacer
al día siguiente) fueron planificadas por el mismo Turing, para que su madre
pudiera creer que su muerte había sido accidental, liberándola del peso de su
suicidio. Aquella habría sido la última excentricidad de un hombre que enfrentó
todas las particularidades de la vida con una mirada única y personal. Como le
molestaba que sus compañeros de oficina usaran su tazón favorito, lo ató a un
radiador y le puso un candado con clave; sigue colgado allí hasta el día de
hoy. En 1940, cuando Inglaterra se preparaba para una posible invasión alemana,
Turing compró dos enormes lingotes de plata con sus ahorros y los enterró en un
bosque cerca de su trabajo. Creó un elaborado mapa en código para saber dónde
estaban, pero los escondió tan bien que él mismo fue incapaz de encontrarlos al
final de la guerra, incluso usando un detector de metales. En sus ratos libres
le gustaba jugar a la «isla desierta», un pasatiempo que consistía en fabricar
por sí mismo la mayor cantidad posible de productos caseros; creó su propio detergente,
jabón y un insecticida cuya potencia incontrolable devastó los jardines de sus
vecinos. Durante la guerra, para llegar hasta su oficina del centro de
criptografía de Bletchley Park, usaba una bicicleta con una cadena defectuosa,
que se negaba a arreglar. En vez de llevarla al taller, sencillamente calculó
el número de revoluciones que la cadena podía aguantar y se bajaba de un salto
segundos antes de que se volviera a caer.
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