INTRODUCCIÓN
“Me siento fatal en las
entrevistas”, me dijo Wallace en una carta enviada a finales del verano de
2007, “y sólo las concedo bajo una fuerte coacción”. La incomodidad de Wallace
en las entrevistas tiene varias explicaciones. Su preocupación por las revelaciones
públicas es razonable si se considera globalmente su carrera, que osciló entre
lo que Wallace llamaba la “esquizofrenia de la atención» y el abatimiento del
tormento privado (Stein). Igualmente, sus obsesiones temáticas-la inseguridad, el
complicado equilibrio existente entre los paisajes interiores de los personajes
y el mundo que los rodea- hacen uso de las mismas fuerzas que podrían darse en
un proceso de entrevista. Al fin y al cabo, una de las técnicas marca de la
casa Wallace para mostrar al personaje por medio del diálogo -la conversación unilateral,
que podríamos denominar entrevista telefónica, gracias a un término acuñado por
la crítica respecto de las conversaciones telefónicas de Nabokov en las que el
lector sólo oye a un interlocutor- convirtió la mecánica de la entrevista en
eje central de la narrativa intermedia de Wallace (La broma infinita [1996] y
Entrevistas breves con hombres repulsivos [1999]). Este núcleo de actividad
imaginaria provoca que el fragmento de una entrevista sea algo más que una
fórmula de cortesía para Wallace
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