Un verdor terrible, Benjamín Labatut, p. 77
Alexander Grothendieck reinó sobre las matemáticas como un príncipe ilustrado, atrayendo a su órbita a las mejores mentes de su generación, quienes postergaron sus propias investigaciones para participar de un proyecto tan ambicioso como radical: develar las estructuras que subyacen a todos los objetos matemáticos.
Su manera de enfrentar el trabajo
era excepcional. Aunque fue capaz de resolver tres de las cuatro conjeturas de
Weil, los mayores enigmas matemáticos de su época, a Grothendieck no le atraían
los problemas difíciles ni le interesaban los resultados finales. Su afán era
alcanzar una comprensión absoluta de los fundamentos, por lo que construía
complejas arquitecturas teóricas alrededor de las interrogantes más simples, rodeándolas
con un ejército de nuevos conceptos. Bajo la suave y paciente presión de la
razón de Grothendieck, las soluciones parecían brotar por sí mismas,
revelándose por voluntad propia, «como una nuez que se abre tras permanecer
sumergida bajo el agua durante meses». Lo suyo fue la generalización, el zoom
out llevado al paroxismo. Cualquier dilema se volvía sencillo si uno lo miraba
desde la distancia suficiente. No le interesaban los números, las curvas, las
rectas ni ningún otro objeto matemático en particular: lo único que importaba era
la relación entre ellos. «Tenía una sensibilidad extraordinaria a la armonía de
las cosas», recuerda uno de sus discípulos, Luc Illusie. «No es solo que haya introducido
nuevas técnicas y probado grandes teoremas: cambió la forma en que pensamos
sobre las matemáticas. »
Su obsesión fue el espacio y una
de sus mayores genialidades fue expandir la noción del punto. Ante la mirada de
Grothendieck, el humilde punto dejó de ser una posición sin dimensiones para
bullir con complejas estructuras internas. Donde otros veían algo sin profundidad,
tamaño, ancho ni largo, Alexander vio un universo entero. Desde Euclides no se
había propuesto algo tan audaz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario