Un verdor terrible, Benjamín Labatut, p. 212
El árbol más antiguo de mi
terreno es un limón, su copa es un tupido enjambre de ramas. Hace poco, el
jardinero nocturno me preguntó si yo sabía cómo morían los cítricos: cuando
llegan a la vejez, si logran sobrevivir a sequías, enfermedades y a los
incontables ataques de pestes, hongos y plagas, sucumben por sobreabundancia.
Al alcanzar el fin de su ciclo de vida, dan una última cosecha gigantesca de
limones. En su primavera final, sus flores brotan y florecen en enormes racimos
y llenan el aire con un dulzor tan fragante que te hace picar la garganta y las
narices a dos cuadras de distancia; sus frutos maduran todos a la vez, ramas
completas se quiebran bajo su peso, y luego de un par de semanas el suelo a su
alrededor está cubierto de limones podridos. Es extraño, me dijo, ver tanta
exuberancia antes de la muerte. Uno puede imaginarla en el reino animal, esos millones
de salmones copulando antes de caer muertos, o los miles de millones de arenques que vuelven
blancas las aguas de las costas del Pacífico con su semen y sus huevos, a lo
largo de cientos de kilómetros. Pero los árboles son organismos muy diferentes,
y esos espectáculos de monstruosa fertilidad no parecen propios de una planta y
son más parecidos a los excesos de nuestra propia especie, con su crecimiento
desbordado y fuera de todo control. Le pregunté cuánto tiempo le quedaba de
vida a mi limón. Me dijo que no había forma de saberlo, al menos no sin cortar
su tronco para mirar sus anillos. Pero ¿quién querría hacer una cosa así?
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