Demonios íntimos, Rubeert de ventós, p. 40
Y es entonces cuando los aquí y
allí comienzan a enredarse y nos sentimos participantes -ya no meros
observadores- de la natura naturans, del proceso todavía misterioso por el que
las cosas se hacen y se deshacen. Es el puro egoísmo a deux de la cópula
transfigurado en niño, en vida autónoma, en materia ajena y enajenada que a
través de nosotros produce un nuevo artefacto.
Y eso resulta más exquisito y más
misterioso aún que lo de formar una bestia de dos espaldas trabadas con un
clavo. Es la alquimia por la que participamos, sin saber cómo, en un proceso
milagroso donde la química se sublima en metafísica. Copular resulta así la
experiencia ontológica más al alcance de nuestra especie y que nos convierte,
como quería Heidegger, en auténticos «pastores del Ser». El amor o el placer
pueden ser magníficos pero al fin y al cabo son poco más que el señuelo que la
Naturaleza nos pone para que cumplamos nuestro deber de reproducirnos a mort,
hasta devolverle el cadáver que aún le debemos. No resulta, pues, sorprendente
la envidia masculina de la doble y dilatada experiencia que en este capítulo
tienen las mujeres: ¡pobre de él, para quien tantas veces hacer el amor supone
simplemente eyacular! Es quizá por eso por lo que el hombre va siempre tan
atento y al acecho con lo del sexo: para suplir, al menos en cantidad, lo que
en versatilidad jamás tendrá. No le faltaba razón a Hera al cegar a Tiresias
cuando éste osó revelar a Zeus el gran secreto: «Las mujeres gozan más que los
hombres también en la cópula.» Su veredicto fue terminante, según refiere
Apolodoro: «Si el placer genésico tiene diez partes, nueve corresponden a la
mujer y una sola queda para el hombre.» ¡Sólo faltaba eso!: ¡sólo faltaba que
el secreto se divulgara! Mirad, si no, lo que pasa en muchos lugares, donde al
parecer el secreto corrió y donde desde entonces no cejan de obstruir, taponar,
cortar, coser y recoser los clítoris o las vaginas, que podrían gozar más de la
cuenta.
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