Demonios íntimos, Rubert de Ventós, p. 136
Por la tarde vuelvo al Village y
paseo por Christopher Street, donde hace ya tiempo Ángel Zúñiga me introdujo en
los primeros -discretos- clubs gays. Ahora los gays ya han salido del armario e
incluso ocupan la calle, donde se mueven como Pedro por su casa. El color del
pañuelo de paliacate que llevan en el bolsillo de los vaqueros identifica sus
preferencias o especialidades: activo o pasivo, sado u oral, de hotel o de
apartamento.
¡Y qué alegría ver ahora a esos
chicos en floración, paseando seguros y comentos, ufanos de su identidad!
¡Cuánta vergüenza secreta y cruel, cuánta culpabilidad gratuita por fin
disuelta (y cabe decir que también un tanto banalizada) en esa aceptación de un
mundo hasta ahora condenado a bascular entre la perversión y la mala
conciencia, entre los oropeles del espectáculo, los setos de Washington Square y
las tinieblas del urinario!
Ahora sólo falta que eso se
generalice a otros colectivos, que no será fácil. ¿Cuándo llegaremos a que los
ancianos, los étnicos, los gordos, los andrajosos o simplemente los feos puedan
mostrarse seguros y orgullosos? ¿Cuándo dejarán de vivir su estado como un
pecado? ¿Cuándo podrán exhibirse sin avergonzarse? ¿Cuándo saldrán de su
madriguera todos los que todavía no pueden dejarse ver sin ofender, amar sin asustar,
mostrarse sin aterrar, todos los que viven en la alternativa de suscitar el
escándalo o dar lástima?
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