Calendario sin fechas, Josep Pla, p. 41
En estos pueblos tan pequeños, la existencia está situada entre dos polos: el hastío, el aburrimiento, el tedio y el avivarse de la curiosidad por la cosa más pequeña, más insignificante, más alejada de nuestros intereses. A medida que uno va entrando en la vida se da cuenta de que la gente no sabe aburrirse, que una de las fuentes de dolor humano más copiosas y más perennes es la agitación inútil, el movimiento gratuito, la imposibilidad de resistir la sensación tremenda de sentir sobre el corazón el paso del tiempo. El hombre no puede con el hastío porque cree -sin razón- que es lo que se parece más a la muerte. Sin embargo, yo creo que una de las piedras de toque más seguras para demostrar la fuerza de un hombre es su capacidad para superar el tedio. Yo he conocido a un hombre de estos. Este hombre es uno de los más ricos de España, y por tanto se trata de un ser que podría tener en su mano todas o casi todas las cosas que el vulgo apetece: es don Juan Tomás Gandarias, mi viejo y gran amigo don Juan Tomás, el gran magnate de las minas. Un atardecer me lo encontré en el hall del hotel Victoria de Biarritz y le pregunté cómo había pasado el día.
-He pasado un día maravilloso -me contestó--. Me he aburrido deliciosamente.
Entonces era yo bastante más joven que ahora, y le propuse que me explicara sus palabras insólitas.
-He pasado el día sentado en esta butaca, viendo caer la lluvia, contemplando el mar, observando más o menos el paso de la gente. He puesto mi reloj sobre esta mesa y de tarde en tarde he dado una ojeada a las agujas. ¿Se hace usted cargo de la satisfacción que produce mirar un reloj y poder decir: no han pasado más que cinco minutos? Es algo tan profundamente agradable como tener la sensación de que se ha parado el tiempo. Esto los jóvenes no lo comprenden por el hecho de serlo, pero los que somos ya viejos -ciertamente, no todos los viejos- lo entendemos quizá más claramente.
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