Se conoce la pandilla y todo va de maravilla.
Ángel acababa de regresar de
Dijon, donde estuvo viviendo cerca de un año. Era alto y tenía los ojos de
color azul pálido. Se había afincado en esa ciudad de la Francia históricamente
profunda, antigua capital del ducado de Borgoña, en busca de las huellas del
diablo por sus viejas calles empedradas, sus caserones, sus mansiones
residenciales, sus iglesias, sus fortificaciones. Nuestro encuentro tuvo lugar una
tarde en la librería Jaimes, desterrada a la calle Valencia, y de facto la
librería francesa de Barcelona. Durante muchos años, la librería estuvo en el
paseo de Gracia, pero se vio forzada a irse del lugar más señorial de la ciudad
a causa de la especulación. Lo mismo había ocurrido en las Ramblas con la librería
Documenta. La ciega entrega a la especulación y al turismo llevaba tiempo
dejando el centro de la ciudad sin vecinos y sin libros. Solo policías y gente
desorientada.
En la sala de actos de Jaimes (al
final del local), se exhibía aquellos días una selección litográfica de la obra
de Jean-Baptiste Perronneau, un pintor sin fama que hizo retratos de gente
desconocida a las puertas de la revolución francesa. Buena parte de su pintura
está en el Museo de Bellas Artes de Orleans, como es el caso del óleo que
dedicó al dibujante y hombre de negocios Aignan-Thomas Desfriches
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